Reporting
Atrapados en México
You can find the full multimedia program at Univsion.
En enero de 2019, el gobierno de Estados Unidos creó los Protocolos de Protección de Migrantes para enviar a solicitantes de asilo a esperar sus casos en las ciudades más peligrosas de la frontera con México, contraviniendo leyes, acuerdos y reglamentos. Esa política, aún vigente, refuerza el legado de miedo y trauma que dejará la presidencia de Donald Trump. En cuatro años de gobierno, sin el Congreso, ha destruido el sistema migratorio construido por los últimos nueve presidentes. Ha separado familias, ha vetado a millones de migrantes que buscan entrar legalmente al país, quiere levantar más muros.
Armando, un hondureño de 10 años, está sentado frente a un oficial de inmigración en Brownsville, Texas. Le cuenta que en México lo secuestraron dos veces con su padre. La primera vez, en Villahermosa, Tabasco: unos hombres que se identificaron como policías los entregaron a criminales que les robaron todo y luego
los liberaron.
La segunda fue en Monterrey, Nuevo León: un encapuchado le puso un fusil de asalto en la sien y un teléfono en la oreja para que le pidiera a su mamá en Houston que pagara 5,000 dólares de rescate, mientras torturaban a su padre frente a él.
“Le dijo al funcionario que es algo que no va a olvidar. Uno de grande está acostumbrado a ver eso, pero un niño… Él no podía ver a un policía mexicano por miedo, temblaba. Era algo traumático”, dice su padre Damián*, de 37 años
En junio de 2019 Damián escapó con su hijo de San Lorenzo, una comunidad a más de 100 millas al sur de Tegucigalpa. Lo hizo para evitar represalias de unos pandilleros después de que se negara a entregarles a su niño para que lo pusieran a vender drogas en la calle. También porque soñaba con pedir asilo en Estados Unidos y reencontrarse con su hija pequeña. Cuando su esposa huyó con la bebé, hace tres años, por la misma violencia, la niña tenía un año y medio de edad.
Pero el camino al reencuentro no sería rápido ni sencillo. El 18 de agosto de 2019, después de los dos secuestros, cruzaron el río Grande con la ayuda de unos coyotes y al otro lado los esperaban los Protocolos de Protección de Migrantes.
“Cuando íbamos a cruzar, íbamos caminando por el monte y mi hijo vio la bandera de Estados Unidos enorme y dijo: ‘Papi, ahí está Texas, ahí está mi hermanita. Ya vamos a llegar’. Pero nos dijeron: ‘No, van para atrás otra vez, van para México’. Se decepcionó bastante. Fue muy traumático”.

Ropa perdida por migrantes en su cruce por el río.
Almudena Toral/Univision
Casi 70,000 personas han sido enviadas a México, igual que Damián y Armando, sin ninguna protección de sus derechos. Han sido dejados a su suerte en campamentos improvisados, en la calle o en albergues a los que el gobierno de ese país no ha dado ninguna asistencia.
En medio de la pandemia de covid-19, los migrantes siguen siendo expulsados al otro lado del muro. Con las elecciones presidenciales de Estados Unidos en puertas, los solicitantes de asilo anhelan la reapertura de la frontera y la reparación de un sistema construido durante cinco décadas de mandatos republicanos y demócratas, que Trump destruyó en cuatro años a fuerza de órdenes ejecutivas.
Los Protocolos de Protección de Migrantes (PPM) entraron en vigor en enero de 2019, durante la gestión de Kirstjen Nielsen como secretaria de Seguridad Nacional, que los presentó como un freno “a la crisis migratoria en la frontera sur”.
En los meses previos, más de 60,000 personas, la mayoría familias centroamericanas, se entregaron en grupos a los oficiales de la Patrulla Fronteriza, un comportamiento
sin precedentes.
Quienes llegaban a la frontera y superaban la “entrevista del miedo creíble” eran detenidos por un periodo y liberados mientras el juez decidía el caso. Pero siempre el proceso avanzaba con ellos en suelo estadounidense.
Eso se acabó el 24 de enero de 2019, cuando Nielsen escribió un memo que establecía que todos los salvadoreños, hondureños y guatemaltecos —con excepción de los menores no acompañados, mujeres embarazadas y personas con condiciones preexistentes— que quisieran obtener ese beneficio en Estados Unidos debían permanecer en México por el tiempo que durara su proceso legal, que podía tomar meses y hasta años.
Cuando les tocara su fecha de corte ante un juez de inmigración, debían presentarse en el puerto de entrada y quedar en custodia de las autoridades estadounidenses; al final del día, la mayoría iba a ser devuelto a México y allí debían esperar hasta su siguiente corte.
“Los extranjeros que traten de jugar con el sistema para venir a nuestro país ilegalmente ya no podrán desaparecer en Estados Unidos”, dijo Nielsen. “La política de ‘te atrapamos y te soltamos’ (‘catch and release’) será reemplazada por ‘te atrapamos y te regresamos’”.

A la izquierda, un grupo de migrantes que se entregó a la Patrulla Fronteriza en marzo de 2019. A la derecha, un tramo de la frontera entre Tijuana y San Diego.
Almudena Toral/Univision
El gobierno de Trump, en un movimiento sin precedentes, ejecutó el memo de Nielsen y continuó demoliendo el sistema de asilo. Ponían así un candado a lo que consideraban una “laguna legal”. Era parte del muro que levantaban bajo la presión del asesor de la Casa Blanca y arquitecto de la política migratoria de Trump, Stephen Miller.
Con los PPM en marcha, los centroamericanos quedaron en un limbo en una frontera con altos índices de violencia. La primera ciudad donde se aplicaron fue Tijuana, en Baja California.

Dos cadáveres en la morgue de Tijuana. El jefe de servicios médico forenses de Baja California, César González Vaca, asegura que Tijuana atiende 50% de los ingresos anuales de todo el estado. Almudena Toral/Univision

Arrestos por uso y tráfico de droga en Tijuana en agosto de 2019. Almudena Toral/Univision
Tres organizaciones criminales se disputan el control del narcomenudeo de drogas como el cristal: el cartel de los hermanos Arellano Félix, el de Sinaloa y el de Jalisco Nueva Generación.
“Tijuana pasó de ser un proveedor a ser también un consumidor de drogas. Ese es el problema que tenemos ahorita: 90% de las víctimas están ligadas al narcotráfico (…) Se pelean las calles, las esquinas, que es donde venden”, dice el comandante de la Policía de Tijuana, Ricardo Guerrero.
Y la agresión no es solo contra los narcomenudistas, sino también contra los consumidores: “Si vas y le compras al de la esquina, que es el contrario, pues también son agredidos por no consumirles a ellos. Es un problema súper complejo”.
En ese contexto, explica el comandante Guerrero, los migrantes que llegan a Tijuana “son víctimas” de los traficantes de personas y de los narcomenudistas que, además, podrían ofrecerles algún trabajo.
Ese es el perfil de la violencia brutal que se vive en la mayoría de los puntos a los que el Departamento de Seguridad Nacional (DHS) extendió los PPM. Son lugares a los que el Departamento de Estado incluso recomienda no viajar.
Y Tijuana, que en 2018 fue catalogada como la más violenta del mundo por el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, es considerada la ciudad más segura entre las siete que reciben a los migrantes bajo los Protocolos.
Fue allí donde dos adolescentes hondureños que viajaron con una de las caravanas migrantes, fueron golpeados, estrangulados y torturados hasta la muerte por criminales de la zona. Las autoridades hallaron sus cuerpos desnudos y envueltos en cobertores en esta calle, la noche del 15 de diciembre de ese año.
Poco a poco, el DHS amplió los protocolos casi a cualquiera que pidiera asilo, ya no solo a los centroamericanos. Sumó a venezolanos, nicaragüenses, cubanos, brasileños, colombianos, algunos africanos y hasta mexicanos (que representan 0.14% del total). Luego llegó a acuerdos con El Salvador, Honduras y Guatemala para que se convirtieran en receptores de solicitantes de asilo, a sabiendas de que el grueso de los migrantes que buscaban protecciones en Estados Unidos provenían de esos tres países marcados por la violencia de las pandillas y la pobreza.
Hasta mayo de 2020, la organización Human Rights First contabilizó 1,114 delitos contra solicitantes de asilo que habían sido enviados a ciudades fronterizas mexicanas a esperar por la resolución de sus casos.
Esos crímenes y el largo camino hacia el asilo bajo los PPM han hecho que los migrantes sigan acumulando trauma y daño psicológico.
La incertidumbre se potenció cuando el gobierno de EEUU decidió en marzo de 2020 cerrar la frontera por el coronavirus y paralizar las audiencias de los migrantes anclados en México. Para abril había caído exponencialmente el número de personas que la Patrulla Fronteriza sumaba a los PPM, pero en septiembre la cifra escaló más de 80% en relación con la de abril: 1,167 personas fueron devueltas a México.
El 19 de octubre de 2020, cuando algunas ciudades se preparaban para la reapertura, el secretario en funciones de DHS, Chad Wolf, anunció una extensión del cierre de la frontera por el coronavirus, ahora hasta el 21 de noviembre.

Un grupo de niños juegan con armas de mentira que incluso simulan el sonido de disparos en el campamento de migrantes de Matamoros.
Almudena Toral/Univision
“Con la frontera cerrada, el ambiente es tenso, de tristeza, muchas veces de frustración. Psicológicamente es un daño irreparable. Es un daño que nadie va a olvidar jamás. Es algo traumante”, dijo Damián en julio, poco después de que se confirmara el primer caso de coronavirus en el campamento de Matamoros, a donde él fue enviado igual que cientos de migrantes que dependen de la ayuda humanitaria para sobrevivir día a día en las ciudades fronterizas con PPM.
Fue uno de los primeros padres, entre cientos, que desesperados optaron por la alternativa que veían más segura para sus hijos: los hicieron cruzar solos la frontera, como menores no acompañados (UAC, la sigla en inglés), para que amparados en las leyes fueran procesados y reunificados con los familiares que ya estaban en Estados Unidos. En el caso de Armando con su madre, que vive en Houston.
“Cuando llegaba la noche, Armando se ponía nervioso porque pensaba que podía volver a pasar (el secuestro)”, dice. Y el padre no conseguía pegar ojo por la tensión. “Vengo de Honduras huyendo y me encuentro con un país igual o peor, más violento que el mío. Entonces, no es fácil saber que la vida de tu hijo corre peligro. Solo Dios y mi hijo han visto cómo yo he llorado en esa carpa”.
Así que aquella conversación del hijo de Damián con un funcionario estadounidense era el preámbulo de esa separación indefinida.
“Todo padre al que le preguntes te va a decir lo mismo: que el corazón queda vacío, sin nada. Él era todo para mí, tuve que hacerlo porque no tuve otra opción, no pude hacer nada y, tal vez ellos (las autoridades estadounidenses) no entienden eso, tener que separarse de lo que uno más quiere para salvarlo”, lamentó en entrevista con Univision Noticias poco después de ver a su hijo cruzar la frontera.
El trauma de los solicitantes de asilo bajo el programa Quédate en México, como se le conoce a los PPM, está alimentado por la violencia criminal de todas las ciudades fronterizas donde se aplica y por la violencia institucional que viven los solicitantes de asilo en su tránsito por una política improvisada e “inhumana”, como la cataloga la abogada de inmigración Jodi Goodwin.

La salvadoreña Daniela Díaz, de 20 años, estuvo año y medio atrapada en los Protocolos. En ese tiempo acumuló nuevos miedos, como a la oscuridad, porque en los últimos 10 meses de confinamiento que vivió en tres cárceles del Servicio de Inmigración y Aduanas (ICE) nunca le apagaron completamente la luz por la noche.
Ahora —en su casa tras ser deportada en septiembre de 2020— muchas veces le dan las 4:00 de la madrugada despierta. No logra conciliar el sueño por las pesadillas y porque, asegura, necesita las pastillas que le dieron en el centro de detención durante los últimos cinco meses de encierro; su madre trata de calmar su dependencia haciéndole tés de manzanilla. Consultado sobre este tema, ICE negó que suministre este tipo de medicamentos a los detenidos.
Con 19 años, Daniela había huido de su país porque un policía la acosaba hasta dentro de su casa, a donde entraba sin pedir permiso para robarse fotos de ella y la amenazaba con violarla, matarla y lanzarla por un barranco donde nadie pudiera encontrarla; estaba escapando también de un pandillero que quiso hacerla su novia a la fuerza y cuando ella se negó le dijo que la encontraría y la asesinaría.

En Tapachula, su primera parada en México, tuvo que salir corriendo también de enemigos ajenos: dos pandilleros que le dispararon a la amiga con la que escapó de El Salvador y con los que se toparon en una calle.
Así que en Estados Unidos esperaba lograr un asilo y con él, la protección que no había conseguido en su propio país.
La primera vez que Daniela pidió asilo en Estados Unidos estuvo dos días detenida y la devolvieron a Tijuana. Luego, su primera corte, a principios de abril de 2019, coincidió con la disposición de un juez federal que puso un freno momentáneo a los PPM y como consecuencia, la dejaron encerrada en una hielera de San Diego,
en California.
“Todos nos preguntábamos por qué nos llevaban ahí (…) hasta el día siguiente, que me dijeron que como hubo un cambio de ley ya nadie regresaba a Tijuana”.
Ese día, cuenta, les dijeron que “no sabían qué iban a hacer con nosotros”. Mientras tanto no pudo avisar a su familia que estaba arrestada. Un inmigrante más confirmó a Univision Noticias que pasó por la misma situación tras la orden del juez.
Veinte días después liberaron a Daniela y volvió a quedar como el primer día: los oficiales le dieron un papel con una nueva fecha de corte y la regresaron a Tijuana hasta su siguiente audiencia, un mes después.
Daniela vivió primero en un albergue, el Movimiento Juventud 2000, en la peligrosa zona norte de Tijuana. Luego se mudó con una tía a Rosarito, a más de 30 minutos de Tijuana. Para llegar a tiempo a su corte tenía que madrugar y tomar un autobús que la acercara a la frontera. En ocasiones, sus audiencias terminaban tarde, de noche, cuando ya no tenía cómo regresar a su casa y debía dormir en el refugio.
“Hola, buenas tardes, yo llamaba a este número para saber si usted me podría acompañar a mi audiencia. Estoy yendo a corte con un juez allí a San Diego y quería saber si usted podía llevar mi caso. Estoy aquí en México esperando el proceso del asilo”, dijo Daniela a otra de las múltiples contestadoras telefónicas que ha escuchado cada vez que llama a la oficina de un abogado de inmigración.
La última vez que Daniela estuvo arrestada fue cuando intentó apelar la negación de su asilo sola, sin abogados. Pasó 10 meses en custodia de ICE en una prisión en California y dos en Texas. Al final perdió su caso
Esta situación no es una rareza. Le pasa a 92.6% de los migrantes que han sido devueltos por Estados Unidos a México mientras esperan la solución de sus peticiones de asilo: o no pueden pagar los servicios de un abogado privado o no consiguen ninguno que pueda representarlos ad honorem.
Al final, la mayoría pierde el caso. Los PPM fueron diseñados a sabiendas de que iban a causar este problema a los inmigrantes en su proceso de asilo.
La venezolana Elibet y sus hijos de 9, 11 y 16 años son parte del 0.8% de migrantes que ha ganado un asilo en el marco de los Protocolos de Protección de Migrantes de Donald Trump. Después de cuatro citas en una corte improvisada en una carpa en Brownsville, Texas, el 21 de noviembre de 2019 el juez a través de una videoconferencia les dio el sí.
Uno de los motivos que le ayudó: ella y sus hijos fueron acompañados por un abogado a la última audiencia. El abogado Richard Newman dejó su trabajo como abogado de ICE tras la separación de niños en la frontera y se unió a una ONG para ayudar a representar a solicitantes de asilo, como Elibet.
El otro es que su caso encaja en una de las causales de asilo, pues su familia fue perseguida por funcionarios del régimen de Nicolás Maduro.
Elibet salió de Venezuela el 28 de junio, dos semanas después de que la policía de Monagas —un estado al este del país, gobernado por el chavismo— arrestara a su esposo. La justicia lo acusó de robo material estratégico de cobre y lo condenó a 30 años de prisión.
Ella asegura que los cargos fueron inventados: “Cuando lo detuvieron dice que le sembraron en sus pertenencias material de cobre y que él no tuvo nada que ver…Lo están culpando de eso”.
Ya esperaban que algo así pasara. Ella y su esposo militaban en un partido de oposición al que aportaban dinero y acompañaban en las protestas de calle contra el gobierno socialista. Además, ella en 2013 aceptó ser coordinadora del centro de votación de su parroquia, donde dice que vio “muchísimas irregularidades”, como a trabajadores estatales que eran obligados a votar por Maduro bajo la amenaza de que si no lo hacían, serían despedidos.
En varias oportunidades, funcionarios armados los amedrentaron en su propia casa y allanaron su negocio sin tener una orden judicial.
“Nos revolvieron todo (…) Nos amenazaron, nos dijeron que dejáramos de oponernos al sistema de gobierno, que eso era traición a la patria. Teníamos mucho temor”, recuerda.
Ellos ya están a salvo en Estados Unidos. Pero su paso por los Protocolos sumó memoria a sus peores recuerdos. En Matamoros escuchó del secuestro de migrantes. Elibet estaba aterrada, ni siquiera salían de la carpa en la que estaban: “No nos podíamos bañar, no podías salir a comprar comida. Yo me sentía bastante deprimida, bastante aturdida. No podía dormir pensando en que quizás yo estaba durmiendo y cuando me despertara no tenía a un niño al lado”.
Ese miedo la obligó a empujar a su familia a cruzar el río “aún a expensas de cualquier peligro”, dice. “Fueron momentos desesperantes, fuertes. De verdad que yo le pedí perdón a Dios por haber puesto a mis hijos en esta situación”, cuenta sin poder contener las lágrimas. Ella casi se ahogó durante el cruce.
Y al llegar al otro lado, los devolvieron a Matamoros. “Después que estamos en aquel lado, que arriesgamos nuestras vidas, que vinimos huyendo porque sentimos presión de secuestro, que venimos huyendo de mi país porque venimos traumados y creemos que por fin vamos a estar bien… nos mandan de nuevo para atrás. Es inexplicable la sensación de decepción”.
En ese proceso, la familia estuvo un poco más de cinco meses del lado mexicano.
La abogada de inmigración Jodi Goodwin asegura que en los cuatro años de Donald Trump en la Presidencia ha vivido más crisis en la frontera que en sus 25 años de ejercicio.
“Sabíamos que tarde o temprano iban a llegar aquí”, recuerda. Para entonces, ya tenía poco más de un año yendo una vez a la semana a Matamoros para dar orientación legal a los migrantes que aspiraban pedir asilo. Todavía ese beneficio se peleaba desde Estados Unidos.

A la izquierda, el campamento de Matamoros donde viven los migrantes. A la derecha, el puerto fronterizo por el que cruzan para ir a sus cortes
en Estados Unidos. Almudena Toral/Univision
Atendían a los migrantes en una plaza pública, a 90 grados Fahrenheit y tomando notas en papel. “Nunca pensé que después de 25 años, iba a estar practicando derecho en las calles, sudada. No es trabajo de lujo, pero es un trabajo importante”.
En agosto de 2019 se instaló un voluntariado de la organización Lawyers for Good Government (L4GG) para poner en marcha un plan piloto, el Proyecto Corazón, que permitió que los abogados atendieran a los migrantes de forma remota. Luego de que las personas llenaran un cuestionario con sus datos personales, la fecha de su corte y su número de Whatsapp, eran contactadas por voluntarios que escuchaban las historias y, cuando los casos tenían sustento legal, les ayudaban a rellenar en inglés los formularios de solicitud de asilo para que se los presentaran al juez en la siguiente audiencia.
Así, comenzaron a dar asesorías personalizadas sin que los abogados gastaran dinero o tuvieran que viajar hasta Tamaulipas.
Pero esto no pasaba en toda la frontera. “Los abogados no quieren aceptar el caso porque está en Brownsville, en las carpas. No quieren viajar para acá e ir a la corte. Entonces es muy difícil. De hecho, el porcentaje de las personas que reciben alguna asesoría legal o alguna representación en la corte es muy poco”.
Maricela Amezola es abogada de inmigración en San Diego y no atiende casos de PPM en Tijuana por varias razones: visitarlos o notificarles de sus cortes es muy difícil, porque “no tienen un lugar estable”, van de un albergue al otro; algunos tienen parientes en Estados Unidos que pueden pagar por la consulta, pero otros no; y lo más importante, en muchas ocasiones, después de conversar con ellos por teléfono, “resulta que no tienen un caso”, porque ni la violencia doméstica ni de pandillas está entre las causales de asilo. También pasa que muchos, desesperados, cruzaron la frontera ilegalmente, fueron detenidos y tienen cargos federales como consecuencia de la política de tolerancia cero.
Para Goodwin, los PPM son una “forma de cerrar la frontera (…) Y están teniendo efecto: están causando unas condiciones muy inhumanas para las personas que están esperando
sus audiencias”.
“Pero más que eso, están vaciando las protecciones del debido proceso en las cortes, están quitando todo lo que era el derecho de tener acceso a un abogado. No hay muchos abogados que estén preparados para ir a una zona de nivel cuatro de seguridad”, asegura la abogada.
Desde que los Protocolos entraron en vigencia en ese punto de la frontera, la abogada ha visto cómo las autoridades estadounidenses devuelven a México incluso a personas excluidas del memorando del gobierno: niños, bebés con síndrome de Down; mujeres embarazadas con dolores de parto que son trasladadas a hospitales para que les calmen sus dolencias y así puedan ser regresadas a México a tener a sus bebés de ese lado de la frontera.
“Mi mente no tiene la capacidad de ver en ninguna forma por qué está correcto hacer que algún otro ser humano sufra. Es precisamente lo que están haciendo con ese programa. Esas personas que están a favor del programa hablan o se creen que son personas de valores o cristianas, no son, no son. Un cristiano no hace sufrir a otra persona a propósito”.
Cuando en los 90 Michael Benavides llegó a Estados Unidos después de pelear en la guerra del Golfo Pérsico, la ansiedad y los nervios de recordar bombardeos y explosiones lo hacían trillar los dientes por la noche y lo dejaban insomne. De día, cuando se miraba al espejo, veía a una persona desesperada. “No lo podía ocultar, sabía que necesitaba ayuda y recibí mucha ayuda” como veterano, cuenta.
Tres décadas después reconoce en los migrantes la expresión de tristeza y angustia que él tuvo en el rostro. La ve en cada niño, mujer y hombre, predispuestos para lo peor, en alerta permanente ante cualquier movimiento extraño, con miedo ante cualquier sonido que de inmediato relacionan con balas. “Es lo peor que he visto en mi vida y he ido a guerras. Esto es peor”.
Benavides los visita y les lleva comida casi todos los días en el campamento de Matamoros con su organización Team Brownsville. Pero cuando llegó el coronavirus, la Guardia Nacional les limitó parcialmente el paso.
Lo que viven los migrantes se llama PTSD (Post Traumatic Stress Disorder, por su sigla en inglés), dice Benavides. “Han visto muchas cosas que un niño no debería ver. Esos niños han sufrido mucho”. Pero la diferencia entre él y estos migrantes es que él tuvo ayuda de especialistas para identificar y superar su PTSD, mientras que quienes están en la frontera con México lidian solos con sus demonios.
A Benavides le molesta la crueldad del sistema migratorio que han moldeado Trump y su equipo. “Es triste y me rompe el corazón. Esta no es la América que yo conozco”. Para él, las medidas que se van tomando tienen un tono de “maldad”, “racismo” y “odio”. Cree que los hacen sufrir aún más agudizando en ellos la desesperación “de no tener un país” al que llegar. Al final, reclama, eso va “solidificando el trauma y la desesperación”.
Por eso, cuando va al campamento a llevarles comida, lo hace como “una obra de patriotismo” mayor que su servicio en la guerra. “En este puente, eso todos lo saben, nadie va a pasar hambre. Quizás van a pasar frío, van a pasar pruebas legales, pero hambre nadie va a pasar”,
asegura el soldado.
El diagnóstico de Benavides, basado en su experiencia personal, no es errado. Nora Valdivia, supervisora de salud mental de Médicos Sin Fronteras, la única organización que brinda ayuda psicológica en la zona, también ve estrés postraumático por la violencia a la que han sido expuestos los migrantes, así como preocupación y ansiedad ante cosas como qué le doy de comer a los niños o qué haré de aquí a tres meses, cuando me toca la siguiente visita a la corte.
A partir de allí, se suman la tristeza y la depresión incluso en niños, que terminan teniendo comportamientos extremos, se vuelven o muy agresivos o muy reservados; pierden el apetito y el sueño. “Ya no es el niño alegre de antes (…) Son las consecuencias del cambio de su entorno, de su contexto, ahora, en lo que están viviendo”.
Los expertos creen que el limbo en el que viven los afectados por los PPM se incrementó en los últimos meses con la pandemia. Algunos migrantes se rindieron y aceptaron los camiones que les ofreció el gobierno mexicano para trasladarles a la frontera sur y viajar desde ahí a
sus países.
Armando está en Houston con su mamá. Pero los recuerdos del camino a Estados Unidos y de la espera en México siguen con él. Su padre Damián cuenta que el niño ve a un psicólogo “porque nunca se le olvida lo que vivió acá, en este campamento
de refugiados”.
Y los que se quedaron en Matamoros, narró, suman más pesar y frustración: “Hay mujeres que han tenido a sus bebés en carpas y otras que han perdido a los hijos que esperaban y a eso se le suman las amenazas por parte de los delincuentes aquí”, contó Damián en julio. “Se nota que hay menos gente y la tristeza en los ojos de las personas cada vez que dicen que las cortes están cerradas y se alarga más tiempo (…) Es un daño que nadie aquí va a olvidar jamás”.
En su caso, tras asistir a tres cortes, el juez le negó el asilo bajo el argumento de que debió pedirlo primero en los otros países por los que transitó. Él apeló y le asignaron una audiencia en junio, pero con el cierre de esos procesos, las cortes están retrasadas de forma indefinida.
“A mí me aplicaron la ley de tránsito que decía que yo tenía que haber pedido protección primero en México. Y yo le dije: ‘¿Cómo voy a pedir protección en México si es allí donde yo fui secuestrado dos veces y amenazado de muerte por la misma policía mexicana? ¿Cómo voy a pedir protección en un país que ni siquiera puede proteger a sus propios ciudadanos?’”.
Damián se frustró.
Juntó unos ahorros que tenía de algunos trabajos que hizo en Matamoros, más un dinero que le mandaron de Honduras por la venta de una moto que era suya. Le pagó 1,500 dólares a un coyote y cruzó el río Bravo. Una vez en Texas, y tras pagar 3,500 dólares más con un dinero prestado, un amigo lo llevó a Florida y allí está trabajando en construcciones para saldar esa deuda y poder reencontrarse con sus hijos en Houston.
Según dice, ya no le teme a las extorsiones que vivió en Honduras ni al secuestro; solo a que un día lo detengan y lo deporten.
Daniela, la salvadoreña que fue deportada en septiembre, no tiene ganas de volver a Estados Unidos. “Pasé cosas que jamás imaginé”, asegura y enumera el miedo, el frío de la detención, las esposas que le apretaban sus manos y pies, las veces que no le dieron toallas sanitarias y terminaba manchada de su propia menstruación. Para ella, los Protocolos de Protección de Migrantes son “lo más duro” que ha vivido en sus 20 años y los aguantó a pesar de sus dudas: cuando veía que el proceso se alargaba sentía que no serviría de nada tanto trauma.
Después de todo, de las amenazas que recibió en su país de un policía y un pandillero; de los insultos que escuchó en Tijuana, de los disparos que oyó fuera del albergue y las invitaciones que le hacían en la calle para que se prostituyera, tomó una decisión: por ahora, prefiere no salir de su casa.
Lo que pasará con los Protocolos de Protección de Migrantes, se conocerá en 2021. El 19 de octubre de 2020, la Corte Suprema accedió a revisar la legalidad del programa, que ya ha sido desafiado por las mayores organizaciones de derechos humanos en distintas cortes de Estados Unidos. Quien gane las elecciones presidenciales de 2020 recibirá un legado migratorio que usa el trauma como instrumento.