Reporting
Buscando refugio en el país vecino
Segunda parte del reportaje especial : Sobreviviendo en un país prestado
Cuando dos organizaciones sin fines de lucro del área de la Bahía de Tampa realizaron un viaje misión para brindar atención médica a los refugiados en Bogotá, reporteros de Tampa Bay Times y CENTRO Tampa solicitaron viajar con ellos. El viaje para este reportaje especial fue posible gracias a la International Women’s Media Foundation y se realizó en diciembre, antes de que el coronavirus se extendiera por todo el mundo y empeorara aún más la difícil situación.
CENTRO Tampa
En la Frontera
CÚCUTA, Colombia – Los viajeros llegan a todas horas, a veces 30 a la vez. Recién salidos de la frontera arrastran bolsas detrás de ellos o no llevan nada. Llegan con zapatillas rotas, zapatos de estilo Croc o chanclas. A veces, están descalzos con los pies pelados y sangrando.
Martha Alarcón, propietaria de un kiosco en la carretera, los recibe con una sonrisa suave y algo de comer, generalmente tiene grandes ollas de arroz con salchichas y salsa de tomate o arepas con queso. Cuando puede, les ofrece ropa donada, les ayuda a vendar sus heridas. A veces, ella solo tiene galletas para ofrecer. Pero se asegura de que nadie se vaya sin algo en el estómago.
“Sé que la gente tiene hambre y sed”, dijo Alarcón, de 55 años. “Me duele mucho ver que esto suceda”.
En todo el mundo, incluso en la frontera entre Estados Unidos y México, los refugiados a menudo se encuentran con guardias, muros y hostilidad. Pero los colombianos han mantenido sus puertas abiertas. Se estima que más de 1.6 millones de venezolanos han ingresado a Colombia desde 2016. Ahora son aproximadamente el tres por ciento de la población, y siguen llegando.
Dos organizaciones sin fines de lucro del área de la Bahía de Tampa, Centurion Medical Missions y One More Child, vieron las escenas en la frontera y se motivaron a ayudar. Emprenden misiones médicas dirigidas por doctores voluntarios con la esperanza de brindar atención médica básica a miles de venezolanos que intentan comenzar de nuevo en la capital colombiana.
En el puente fronterizo en esta concurrida ciudad del norte, los letreros recuerdan a los viajeros que deben “cuidar a los pequeños, no quitarles los ojos de encima” y “mantenerse unidos con su familia y así estarán más seguros”. Aquellos venezolanos sin pasaportes toman los caminos informales controlados por contrabandistas, fuera de la vista de los funcionarios del gobierno.
No hace mucho tiempo eran los colombianos los que escapaban de la violencia de su país y llegaban a Venezuela.
En el kiosco de Alarcón los billetes de denominación venezolana: bolívares, cuelgan desde el techo, testimonio de un país en colapso.
Una vez, esos billetes compraron carne de res o cerdo, libros o zapatillas deportivas. Ahora se baten, sin valor, en la brisa. La gente a veces escribe mensajes en ellos, esperando que una hermana, una amiga, un esposo puedan pasar por el mismo camino y encontarlos.
Al principio, recuerda Alarcón, solo llegaron hombres jóvenes. Aquellos que buscan trabajos que requieren músculo, como albañilería o trabajar en el campo.
En 2018, comenzó a ver mujeres embarazadas, niños y ancianos en su Kiosco. Personas en sillas de ruedas, personas con muletas que habían estado viajando durante días.
Ella todavía vende jugo de caña de azúcar y bocadillos a los trabajadores en el camino, como lo ha hecho durante los últimos 17 años. Pero ahora la mayoría de las ganancias las destinan a alimentar a los migrantes. Los forasteros a veces traen sus donaciones. Otras veces, ella toma un préstamo para mantenerse a flote.
Una vez, una madre adolescente apareció más allá de la medianoche con su hijo, de solo 25 días.
“¿Qué está haciendo un bebé en la calle a esa hora?”, pensó Alarcón mientras les ofrecía un lugar para dormir.
Pero la adolescente siguió caminando.
Con el tiempo, Alarcón se sintió más que un testigo de la tragedia. Ella escucha las historias, a veces se ríe con los viajeros, trata de animarlos para que “dejen atrás un poco la tristeza”. Y se lleven un recuerdo de ella cuando se van.
También ella se ha convertido en una documentalista no oficial.
Sus visitantes registran nombres, fechas de nacimiento, ciudades natales y destinos en libros decorados con origami hecho con billetes venezolanos. Las personas a veces dejan recuerdos, como pulseras o fotos, junto con sus historias.
“Me encontré viviendo en condiciones terribles sin siquiera el mínimo necesario para vivir. Sin ropa, sin herramientas, sin medicamentos, sin documentos. Gracias a Dios que estoy aquí …”.
“En Venezuela no tenemos futuro y es por eso por lo que mi hermano y yo decidimos irnos. Porque por mucho que trabajáramos en Venezuela, nunca tuvimos suficiente dinero … en nuestros viajes, hemos conocido a personas realmente amables y comprensivas”.
“Tengo 15 años, soy de Caracas … Voy a Bogotá a ser una persona nueva. Un cambio”.
Una vez, un hombre hojeó los libros y vio una foto de su hijo. “Ah, mi esposa estuvo aquí”, dijo. Añadió otra foto antes de irse.
Alarcón ya ha llenado nueve libros. A ella le gusta pensar que está recopilando historias.
La gente le dice que algún día volverán. En cinco o diez, o tal vez 30 años, vendrán con familiares y les mostrarán los libros.
“No es tanto para mí, sino también para sus hijos y nietos, para ver cómo eran sus vidas en Colombia”, dijo Alarcón. “Porque muchas cosas felices y tristes han sucedido aquí”.
Por ahora, no puede ponerse a leer los libros.
Algunos de sus vecinos se han acostumbrado a las escenas de personas que duermen en la calle. Otros se resienten de la incursión, lo que provoca competencia por el empleo y agota el dinero de los contribuyentes. Le dicen a Alarcón que no los ayude. “Tienen todo en Venezuela, ¿por qué vienen aquí?”, le dicen.
Pero Alarcón sabe que no es cierto. El año pasado visitó a su tío en San Cristóbal, Venezuela, un lugar que había visto por última vez años atrás como una ciudad moderna y ordenada. Los cambios la sorprendieron: edificios cerrados, animales deambulando por las calles, gente buscando en botes de basura.
“Trabajan y trabajan, pero no es suficiente comprar harina para pan. O solo poca, pero luego no pueden obtener nada más”, agregó Alarcón.
Una tarde de diciembre, tres hombres se sentaron en una de las mesas de plástico de Alarcón, encorvados sobre unos tazones de sopa de pollo. Habían estado en el camino durante dos días y esperaban pasar otros tres caminando hacía Bucaramanga, las 121 millas que dividen las dos ciudades, donde esperaban encontrar trabajo.
Carlos Martínez, de 27 años, extendió un mapa que le dio el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia. Los coloridos senderos decorados con figuras de dibujos animados hacían que pareciera que su viaje fuera una gran excursión de senderismo.
La noche anterior, habían dormido en el camino sobre hojas de papel y cartón y se habían levantado temprano en la mañana para bañarse en el río. Recordaron su infancia: las hermosas playas, la sazón de la cocina venezolana.
“Antes no había tristeza ni pobreza”, dijo Martínez. “Solíamos ser gorditos, todos nosotros”.
Los hombres llevaban mochilas con cremalleras rotas; una camiseta extra y algunas latas de salchicha entregadas por grupos de ayuda. Solo uno tenía un teléfono celular. Su madre lo había encontrado antes de que él se fuera para que pudieran mantenerse en contacto, pero aún no había comprado una tarjeta Sim.
Ahora se burlaban unos de otros mientras escribían una nota sobre un billete de 500 bolívares.
“¿Para cuánto alcanza eso ahora, un viaje en autobús?”, preguntó uno de ellos.
“Ni siquiera un viaje en autobús, hombre”, respondió otro.
¿Cómo bromeaban de lo que habían dejado atrás y de su futuro?
No podían verlo de otra manera que confiar en Dios y sus pies.
“Estoy haciendo esto por mi familia”, dijo Martínez, besando una foto de su hijo de 3 años, que tiene autismo.
Alguna vez, dijeron los hombres, Venezuela se recuperará y se irían de nuevo a casa.
Terminaron su sopa, agradecieron a Alarcón por la comida y el descanso, y regresaron a la carretera.
La productora Jennifer Glenfield de Tampa Bay Times colaboró en este reportaje. Traducción Myriam Silva-Warren.