Reporting
De evangélica a feminista socorrista
1968 resuena en la memoria colectiva como evocación de los aires de libertad y rebelión que batieron en varios países, de la Primavera de Praga al Mayo Francés. Era un espíritu de cambio lejano del contexto en que nació ese año María Inés Farías, en el seno de una familia religiosa y tradicional de Tucumán, norte de Argentina, poco antes del inicio de la dictadura militar en 1976.
Sin embargo, la rebelión, la búsqueda por romper un orden impuesto poco a poco llegarían a su vida, hasta convertirla en una reconocida militante por el derecho al aborto y su legalización en la Patagonia argentina.
Infancia tucumana
María Inés recuerda San Miguel de Tucumán, cuna de la nación Argentina, como un entorno conservador. En cuanto a su familia: un padre huérfano y una madre evangélica de origen alemán, cuya piel blanca fue criterio determinante para celebrar la unión de la cual nacerían cuatro mujeres. Para casarse, la madre de María Inés tuvo que renunciar públicamente a su fe evangélica; un castigo humillante y con testigos, que no impidió, sin embargo, que volviera a la Iglesia de los Hermanos Libres cuatro años después.
Esta decisión impactó el rigor en la crianza de sus hijas, que tuvo también el visto bueno de un padre a quien le parecía una idea adecuada el control sobre los cuerpos promovido por esta Iglesia. La educación de María Inés estuvo llena de prohibiciones y castigos, de caminos rectos sin espacio para el deseo ni los primeros besos; una burbuja irrompible. Pero, a la vez, una burbuja feliz, autónoma y ordenada como la de The Truman show, película que la movilizó al presentarse ante sus ojos como un espejo de su propia vida.
De la burbuja de la niñez solo sale para integrar otra: la del matrimonio. Llegó con 24 años, casi de urgencia. María Inés trabajaba como maestra, y A., su novio médico, estaba por partir hacia Neuquén, en el sur, a miles de kilómetros de Tucumán y del nido familiar. “No me imaginaba vivir sola, sin ellos”, recuerda.
Tomar distancia y romper el telón
Copahue, Neuquén, Las Lajas, Zapala y por fin San Martín de los Andes: un intenso movimiento geográfico que acompañó otro desplazamiento: el de las ideas, las creencias y los parámetros de la felicidad. De una partida impuesta y sufrida, María Inés iba a encontrar en el camino las claves de su libertad.
“Comencé a vincularme con gente del mundo, por fuera de la comunidad evangélica”, recuerda, algo que antes veía mal. Su sonrisa le permitió socializar sin problemas; aunque en Neuquén ella todavía enseñaba en una escuela evangélica, ella y su esposo habían dejado de ir mucho a la Iglesia. En 1997, en Las Lajas, encontró trabajo en una escuela laica: un nuevo paso hacia su integración al mundo “de afuera”.
En ese mundo apareció una compañera determinante, Claudia Bolaña. Claudia le cambió la vida con recomendaciones de lectura. A través de Bakunin, Castoriadis y otros textos de sociología, María Inés empezó a revisar la idea de Dios.
El nacimiento de su primer hijo profundizó su deseo de emanciparse de su marido, poco interesado en la paternidad. En 1997 se anima a hablar de divorcio, por segunda vez, empoderada por una fuerza nueva, un trabajo nuevo y fuera de la Iglesia, en una escuela en la que tenía influencia en la formación de una nueva generación de docentes. Pero el divorcio aún no parecía ser un asunto propio e íntimo, entre dos adultos capaces de razonar y decidir sobre su futuro común: A. llamó a sus suegros para que convencieran a su hija de quedarse con él y confiar en Dios. En vez de divorcio, llegó un segundo hijo, y fue sin embargo una alegría para María Inés. Renunció entonces a separarse. Este primer intento de salida hacia otra vida aún tenía trabas; si bien trabajaba, todavía no manejaba el dinero ni tomaba las decisiones importantes.
“En la misma persona habitaban la valentía y la cobardía. No me imaginaba ser capaz de manejar la plata, la crianza de mis hijos. Siempre fui subalterna, salvo en mi trabajo, donde era independiente. Tengo un tono de niña, mi apariencia sumaba a la idea de sumisión. Tenía terror de afrontar mi vida”, recuerda.
Llegar en 1998 a San Martín de los Andes, una ciudad más grande, abrió nuevas oportunidades para ella. Una noche, en la cama de la habitación matrimonial, María Inés le confesó a su marido que ya no creía en Dios, que había dejado de vivir con el miedo al castigo y al infierno que la había acompañado hasta entonces. “Estaba lista para la orfandad de todo con lo que me crié. Me tomó una semana de ataques de pánico y angustia”. Años después, en 2004, por fin se divorció, con el apoyo de sus compañeras de trabajo, todas separadas.
En medio de un almuerzo familiar en 2012, su madre le dijo “queremos felicitarte por la mujer que sos”. A pesar del rechazo a la idea del divorcio, la habían apoyado con los trámites necesarios y cambiaron poco a poco su opinión sobre las mujeres divorciadas. Para ella, la decisión también involucró a los hijos, cuyo padre no cumplía sus deberes como tal.
Entender los silencios
Desmontar el modelo de familia tradicional con el que creció ocurría a la par de leer y entender de una nueva manera el mundo que la rodeaba. En la década de 2000 falleció la hija de la portera de la escuela donde trabajaba. Tenía 33 años, tres hijos. Durante el sepelio, a cajón cerrado, todo parecía secreto, envuelto en un silencio pesado. Nada se decía sobre la muerte de la joven madre, una despedida sin sentimientos. María Inés se animó a preguntar a una colega qué había ocurrido. Esta le reveló, con algo de vergüenza, que había muerto por aborto. Más bien por la infección general producto de un aborto clandestino hecho con sonda por “la vieja” de una chacra de San Martín de los Andes. Esta muchacha era una de muchas, y esta realidad abrupta generó en María Inés la necesidad de documentarse sobre esta práctica. Empezó a trasladar esta inquietud en su entorno privilegiado de mujer blanca y familia de un reconocido médico de la zona.
“Todos los hombres se jactaban de haber pagado los abortos de sus mujeres”, recuerda quien estaba por convertirse en una activista pro derechos. Este negocio giraba en torno a la dinámica de decidir sobre un cuerpo ajeno. Comenzó a sentir rechazo hacia estos hombres y cómo nacía en ella un feminismo incipiente. A pesar de tratarse de un tema poco abordado en su ambiente, la idea del aborto no generaba en ella vergüenza o malestar alguno. Acaso porque, de alguna manera, el aborto era parte de su historia personal desde mucho antes.
Recuerda la habitación de los padres; su madre en cama llorando con un deje de culpa. Ella era una niña y no quería ir a la escuela al ver a su mamá así. Imaginó en ese momento que habían perdido a unos gemelos, por lo que le contaron sus padres. Años de sospecha y suposiciones terminaron con una conversación con su madre, cuando ésta empezaba a sufrir demencia y María Inés entraba en la militancia. Rompió el tabú en un momento íntimo entre generaciones, para aliviar a su madre del secreto que había llevado hasta entonces, fiel creyente evangélica toda su vida. Fue un alivio para ambas, a pesar de que esa conversación no fuera bien vista por el resto de la familia.
Estas experiencias empezaron a brotar y tomar forma con su participación del grupo feminista Juana Azurduy en 2005, en el que logró encontrar la fuerza personal que le faltaba. Pero el encuentro, o más bien un choque con la organización La Revuelta en San Martín de los Andes, fue un parteaguas en su compromiso feminista. La audacia de sus militantes fascinó a María Inés, cuyos referentes hasta entonces habían sido hombres. Sintió atracción hacia ellas y su manera de abordar el feminismo: “Fue muy fuerte ver a estas mujeres peleando a los chabones con megáfono en la calle”.
Identidad socorrista
La Revuelta y sus “socoristas”, feministas que practican abortos, siempre actuaron y hablaron al descubierto, difundiendo cómo hacer un aborto con misoprostol sin ningún tabú. En el verano de 2012 le pidieron ayuda a María Inés para recibir unos paquetes. “Sabía que estaba ayudando a abortar”, aclara ella, hasta que por fin Ruth, una figura icónica de La Revuelta, le propone hacer todo el proceso de acompañamiento: nacía el trabajo de socorristas en San Martín de los Andes.
En una hoja suelta, pensando que iban a ser algunas pocas, María Inés empezó a anotar los datos de las mujeres acompañadas. Hoy esta hoja está pegada a un cuaderno, el primero de muchos que aún conserva, llenos de nombres y fechas, de vidas e historias. “Hasta ‘los celestes’, el color del campo en contra de la legalización del aborto, abortan con nosotras. Muchas que están en sus reuniones, abortaron conmigo.” Es una memoria sorora; pero también una demonstración de que el aborto es una realidad que atraviesa todas las edades, territorios, clases sociales y religiones. Más de la mitad de las mujeres que abortan con las socorristas practican una religión.
“Algunas amigas en esa época tenían miedo de mí, de que pronunciara la palabra ‘aborto’ en público. Muchas se alejaron”, lamenta María Inés. Pero esto no la hizo cambiar de opinión ni de actitud; sentía que tenía un arma en la mano. Sus contactos como ex mujer de un médico conocido le permitieron empezar a hablar dentro del hospital con su director y notificar que ella y sus compañeras estaban acompañando a las mujeres en este proceso. “Que la gente sepa, se entere, es uno de los ejes más importantes de la militancia”.
De las aulas a las calles, María Inés habla de aborto con su entorno. Es una práctica cotidiana y sincera. “Mi identidad socorrista está tejida con mi persona”, afirma. Antes de la marea verde, esta modalidad y presentación eran más chocantes, pero ella nunca se desanimó. Como maestra de grado y profesora de magisterio, siempre se presentó como socorrista en el aula.
En una de sus clases decidió trabajar sobre relatos de mujeres que habían abortado, a partir de un libro de socorristas. Treinta alumnas en su aula; posiciones encontradas. “Basta de hablar de aborto”, gritó una de sus estudiantes antes de empezar a llorar, mientras otras salieron a defender a la profesora. María Inés no lo tomó como un ataque; al contrario, se generaba lo que hacía falta: un espacio de expresión sobre un tema que antes no se podía ni mencionar. Al final de esta clase, la estudiante se acercó. En medio del llanto y en la intimidad, confesó a su profesora que cuando tenía 16 años, su novio de entonces la anestesió. Ella despertó ensangrentada, en una camilla, abortada.
La puerta abierta por María Inés permitió a su alumna desahogarse, soltar un peso de años. Es apenas otra puerta, de muchas que se han abierto desde la que ella misma atravesó años antes. Y para lograr esto, la maestra socorrista tiene una ventaja: habla desde la experiencia compartida y no desde el enojo ni el odio: “Yo fui evangélica, anti todo, defendiendo el patriarcado y no la felicidad de las mujeres; yo sé lo que es”.
* Este reportaje fue apoyado por la International Women’s Media Foundation’s Reproductive Health, Rights, and Justice in the Americas.