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Deportados – Extraños en su propia tierra
SAN SALVADOR – Un vuelo desde Texas cargado con deportados aterrizó sin fanfarria en la capital de El Salvador. Los 87 hombres y 22 mujeres fueron llevados en autobús a la Dirección de Atención al Migrante, donde sus caras descontentas escuchaban a funcionarios de inmigración voceando a intervalos: “Bienvenido a su país”.
Cerca de tres cuartas partes de ellos habían sido atrapados por la Patrulla Fronteriza de los Estados Unidos cuando intentaban cruzar la frontera desde México. Pero un cuarto había sido atrapado por redadas de inmigración realizadas por la administración de Donald Trump: algunos con antecedentes penales, que habían sido el principal foco de deportación de la administración Obama, además de cualquier otro individuo encontrado en el país ilegalmente.
“Aunque el número de casos que recibimos está disminuyendo, el perfil de estas personas está cambiando… con un aumento en el número de retornados que han vivido durante años en los Estados Unidos”, dijo Ana Solórzano, directora de la Dirección de Atención al Migrante a cargo de recibir a los deportados desde EE.UU. y México. “Estamos hablando de personas que retornan sintiéndo un gran desarraigo… con el impacto emocional de dejar atrás a su familia y la cultura a la que se habían acostumbrado”.
El apego a EE.UU. de este tipo de retornados y su relativa falta de familiaridad con su tierra natal conllevan a grandes desafíos para reintegrarse a una nación dominada por pandillas criminales, cuya violencia fue precisamente lo que los llevó a abandonar El Salvador en primer lugar. A su retorno, en general estos individuos están marcados como potenciales objetos de extorsiones, represalias, o secuestros por miembros de pandillas. Algunos han sido asesinados.
“Dudo que exista alguna estructura criminal en el mundo que condicione la vida cotidiana de las personas como lo hacen las pandillas en El Salvador”, dijo Roberto Valencia, un periodista de investigación del galardonado periódico digital salvadoreño El Faro. “Estas son estructuras que están muy enraizadas en las comunidades y generan mucha violencia y mucho dolor”.
Las pandillas predominantes en El Salvador, irónicamente formadas en EE.UU. en la década de 1980, son la Mara Salvatrucha (M-13) y la Barrio 18. En el país existen aproximadamente 60,000 pandilleros activos, de acuerdo con estimaciones de 2012, con entre 400,000 y 500,000 asociados. En un pequeño país como El Salvador con 6,5 millones de habitantes, dicha proporción equivaldría a la población combinada de las 10 ciudades más grandes de EE.UU.
La administración de Trump ha promovido su éxito en atrapar a inmigrantes indocumentados con antecedentes penales. Un análisis de Reuter muestra que el arresto de personas con antecedentes penales aumentó 17 por ciento de enero a julio de 2017.
Pero el mismo análisis también muestra que el arresto de personas sin antecedentes penales aumentó más del 200 por ciento durante el mismo período. La administración también ha triplicado el número de casos de deportación en los tribunales de inmigración contra inmigrantes indocumentados a los que Obama había otorgado alivios contra la deportación.
En el edificio de la Dirección de Atención al Migrante en San Salvador, un reciente deportado llamado José estaba sentado con los brazos cruzados, vistiendo pantalones vaqueros, camiseta y botas de trabajo sin cordones, pues estos no están permitidos en los centros de detención estadounidenses. Demacrado, con una mirada perpleja enmarcada por una barba descuidada, José estaba esperando que su nombre fuera llamado para seguir el proceso de registro de retornados.
José dijo que le daba vergüenza dar su apellido porque sentía que “ser un deportado es una desgracia” en un país donde aquellos que emigran hacia EE.UU. son venerados como salvadores de sus familias en busca de oportunidades. Agregó que había vivido durante 12 años en el norte, y que trabajaba como constructor para apoyar a su esposa y tres hijos estadounidenses de nueve y seis años de edad, y nueve meses el menor.
José explicó que lo detuvieron en junio presuntamente al pasarse un semáforo en rojo cuando volvía a casa del trabajo en Maryland. El retornado dijo que fue entregado a las autoridades de inmigración porque tenía una cita pendiente en una corte de inmigración que habría sido manejada inadecuadamente por un abogado.
“No tuve oportunidad de defenderme en la corte, de decirle (al juez) que los niños dependen de mí, que estoy limpio, que la policía revisó mis antecedentes penales y que nunca he tenido nada en mi vida”, dijo, manteniendo sus brazos cruzados.
Con su deportación, José anticipaba una perspectiva aterradora. Estaba regresando a su antiguo barrio de Soyapango en el municipio más violento de la capital.
Si bien las pandillas en El Salvador son un fenómeno de un cuarto de siglo, sus códigos visuales y comportamiento público han cambiado durante la última década en respuesta a las embestidas del gobierno. Sus estéticas y estereotipos se han transformado significativamente para evitar ser identificados, según un estudio de Juan Ricardo Gómez Hecht, investigador del Colegio de Estudios Estratégicos Avanzados de las Fuerzas Armadas de El Salvador.
El estereotipo del pandillero profusamente tatuado se está convirtiendo en cosa del pasado. Ahora puede ser el hombre común que pasa desapercibido en la calle, mirándote, demasiado tarde ya para reconocer que viene hacia ti.
Para aquellos que regresan después de años fuera del país, los nuevos códigos pandilleriles no son reconocibles, mientras que, al mismo tiempo, no reconocerlos podría significar una sentencia de violencia.
Durante la última década, mientras esos deportados vivían en EE.UU. el crimen aumentó en El Salvador. En la lista de The Economist de los países más violentos del mundo por homicidios, este país es el número uno con una tasa de 91 por cada 100.000 habitantes en 2016. Comparativamente, la tasa de EE.UU. está por debajo de seis.
Regresar como deportado después de años en el extranjero es casi como “tener un tatuaje en la frente”, dijo Valencia, precisamente porque el retornado ya no pertenece a la comunidad, y se convierte en objeto de extorsión y paranoia criminal.
Valencia dijo que los deportados son un recurso “fresco al que le pueden sacar dinero” a través de la extorsión, que es fuente primaria de financiamiento para las pandillas.
Los deportados también levantan sospechas sobre posibles asociaciones con pandillas en EE.UU. o con el gobierno, y se convierten en objeto de vigilancia y escrutinio, dijo Valencia. Una práctica común de las pandillas es detener a deportados y desnudarlos en busca de tatuajes ocultos o señales que puedan revelar si están relacionados con otros grupos delictivos.
Funcionarios salvadoreños dicen que están estableciendo un enfoque interinstitucional para brindar atención integral a los deportados con empleos y oportunidades académicas. Pero grupos defensores de migrantes indican que hasta ahora la asistencia gubernamental es mínima.
“Para aquellos que han estado en el exterior por más de cinco años, la situación es peor”, dijo César Ríos, director del Instituto del Migrante en El Salvador. “Regresan como una población vulnerable porque vienen con el estigma de ser deportados”.
Ríos explicó que los deportados “están condenados por la sociedad” y que los que tienen más de 35 años, como muchos padres deportados, no pueden encontrar trabajo. “El gobierno está desperdiciando una oportunidad histórica al no apoyar a estas personas, porque vienen con habilidades estadounidenses que podrían usarse como capital humano”.m
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CIUDAD DE GUATEMALA – En Guatemala, los deportados recientes también han sido víctimas de violencia pandilleril. En Ciudad de Guatemala, la capital, los retornados reciben incluso menos servicios gubernamentales que en El Salvador. Las instalaciones donde son recibidos en el Aeropuerto de la Fuerza Aérea Guatemalteca están sucias, y un gran mural en la sala de recepción muestra un mensaje de bienvenida en un idioma maya escrito con faltas de ortografía.
El perfil de los deportados también está cambiando en este país. Muchos han vivido durante cinco años o más en EE.UU.
En Guatemala “No hay ningún esfuerzo gubernamental para reducir la emigración porque es realmente conveniente para ellos”, dijo la abogada guatemalteca Marisa Mejía, cofundadora del Centro para la Investigación de la Migración Guatemalteca, una institución privada ubicada en la capital.
En un país donde más de la mitad de la población vive por debajo del umbral de pobreza, “los que emigran son vistos como una fuente de remesas; y cuanto más pobres se van, menos tienen que preocuparse por ellos”, agregó.
En Guatemala, Honduras y El Salvador, muchos de los deportados, si no la mayoría, regresan a EE.UU. Comúnmente estos migrantes pagan entre $7,000 y $9,000 a los coyotes, y la mayoría de las ofertas incluyen hasta tres intentos de cruce.
Regresar a EE.UU. es precisamente lo que estaba considerando la deportada Florinda Niz cuando fue deportada y recibida en el Aeropuerto de la Fuerza Aérea en octubre pasado.
Niz explicó que en agosto iba manejando desde Minnesota, donde vivía, hacia Iowa para obtener un contrato de trabajo cuando fue detenida por conducir a exceso de velocidad. El incidente, dijo, activó su deportación cuando las autoridades descubrieron que ella tenía una orden de repatriación previa.
“Quiero a mis hijos conmigo”, dijo Niz, limpiándose las lágrimas de sus ojos hinchados con una esquina de su chaqueta azul. Sus cuatro hijos de uno a 11 años, tres de ellos estadounidenses, se quedaron atrás con su hermana, quien los estaba cuidando desde que fue detenida.
Niz no tenía dinero ni un lugar para quedarse en Guatemala, pero dijo tener esperanzas de encontrar a una tía en la ciudad donde vivía antes en San Marcos. Se trata de una de las áreas más empobrecidas con la mayor mortalidad por desnutrición en Guatemala. La región es también una de las más penetradas por narco-carteles.
De acuerdo con Enrique Valles Ramos, jefe de la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados en ese país, la emigración desde Guatemala tiene muchas causas, con la violencia pandilleril entre ellas, aunque no tan aguda como en El Salvador u Honduras.
Además de la pobreza aguda, Valles citó cuestiones ambientales como proyectos hidráulicos y mineros que han usurpado el agua y recursos agrícolas a comunidades indígenas; el tráfico de drogas, y la narco-agricultura que ha desplazado a cultivadores tradicionales.
Niz dijo que quería encontrar una forma de traerse a sus hijos a Guatemala, aunque no sabe cómo los mantendría. Si no puede traerlos, volverá a EE.UU. “Sé que el viaje es muy arriesgado. Puedo ser violada, puedo morir, puedo ser encarcelada si me atrapan, pero no me importa “, dijo. “Mis hijos son lo que importa porque los amo, y deben estar con su madre”.
Volver al norte estaba también en la mente de José, el deportado salvadoreño. “Mis hijos me necesitan”, dijo.
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Este trabajo fue posible con el apoyo de la Beca Adelante de la International Women’s Media Foundation otorgada a la reportera y la fotógrafa.