En el lago más profundo de Centroamérica, las comunidades indígenas luchan contra un proyecto de aguas residuales de 215 millones de dólares propuesto por ambientalistas.
En algún momento de 1958, aunque nadie sabe con seguridad la fecha exacta, los peces cayeron del cielo al Lago Atitlán en Guatemala.
Lloviendo desde hidroaviones, el róbalo procedió a devorar los cangrejos, caracoles, peces y hasta las crías de pato locales. Eran parte de un plan de Pan Am, la línea aérea estadounidense, para fomentar mayor turismo al lago más profundo de Centro América, al poblarlo con una especie muy popular para la pesca deportiva.
El plan no funcionó. Lo que sí logró la especie de pez invasiva fue diezmar la biodiversidad local y eliminar unas 16 especies nativas de pez. El zampullín de Atitlán, un tipo de pato que se encontraba solamente en el lago, disminuyó de unos 200 en 1960 a menos de 100 en 1965.
De hecho, en 1964, la medioambientalista estadounidense Anne LaBastille, conocida internacionalmente como “la mujer de los bosques”, arribó a Guatemala en una misión para salvar al zampullín de Atitlán.
El pato moteado negro y marrón anidaba entre los juncos que cultivaban los pueblos indígenas locales, quienes, desde hacía más de 800 años, usaban los juncos para tejer petates. Pero LaBastille estaba convencida de que la recolección de juncos por parte de los agricultores indígenas perturbaba la anidación y reproducción de los patos. Así que, en 1968, intervino ante el gobierno central para introducir una ley que evitara la “recolección excesiva” de los juncos de tul endémicos del lago Atitlán.
La pesca y el turismo juegan un papel importante en la vida de quienes viven alrededor del lago Atitlán [Arwa Aburawa]