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La travesía de Ailyn desde Venezuela hasta Guatemala
Ailyn, Mayerlin y tres niñas emprendieron la ruta migrante a inicios de agosto: cruzaron la selva del Darién, entre Colombia y Panamá, hasta llegar a Guatemala, donde hicieron una parada de días para procesar lo vivido en seis países: un intento de violación y la crudeza de un viaje para cinco mujeres que viajan solas.
La risa de Ailyn se oye en todo el segundo nivel de una cafetería en el municipio de Chiquimula, en Guatemala. Se ríe con Mayerlin, su amiga, tras haber cruzado seis países sin permisos de entrada. Se ríen ambas porque, aunque una de ellas estuvo a nada de ser violada, logró burlar a sus agresores y ahora se hallan a la mitad del camino migrante.
Eran las seis de la tarde de una tarde de agosto cuando Ailyn, Mayerlin y tres niñas de 4, 7 y 14 años estaban recostadas en la puerta de un famoso restaurante en Chiquimula. Estaban solas a pesar de que el cielo comenzaba a oscurecer… y aunque el olor de la comida del restaurante competía con el olor de las aguas negras del mercado municipal, ellas tenían hambre. “¡Le vendemos bombones por lo que sea su voluntad! Queremos darles de comer a las niñas”, dijo Ailyn, la menos penosa.
Ailyn tiene 23 años. Vivió en Venezuela hasta los 18. Recién dejaba la adolescencia cuando empacó su ropa y se asentó en Colombia. Allá vendió arepas y hallacas venezolanas sin lograr reunir más que lo de la comida del día. Fue en ese país que conoció a Mayerlin, una madre soltera que se sumó al viaje con sus tres hijas.
Para los migrantes provenientes de América del Sur, la única ruta disponible para llegar a Centroamérica es la selva del Darién, entre Colombia y Panamá. Una de las rutas migrantes más peligrosas del mundo, llena de montañas escarpadas y ríos, donde la lluvia es inclemente y los animales salen de entre los árboles en busca de alimento. Pero no solo la naturaleza acecha a quienes cruzan la selva: adentro hay grupos criminales que le exigen dinero a los migrantes a cambio de permitirles el acceso. Nadie pasa sin pagar un precio.
Ailyn, Mayerlin y las niñas tardaron seis noches y siete días en cruzar el Darién. Entraron por Necoclí, en el departamento de Antioquia, Colombia, hasta Capurganá, la puerta de entrada a la peligrosa selva. Pagaron 250 dólares por un brazalete que les dio una incierta inmunidad contra los delincuentes hasta el lado de Panamá —siempre dentro de la selva— donde relatan que un grupo de hombres les pidió 100 dólares más para dejarlas continuar.
“Nos dijeron que eran 100 dólares por cabeza o si no le tenían que meter mano a las mujeres o nadie salía de ahí (…) Si uno se pone molesta o a pelear con ellos, ellos hacen contigo lo que quieran porque ahí no hay policías. Nos dijeron que no nos fuéramos a poner brutas o nadie salía de ahí”, relata Ailyn. Las mujeres superaron el primer obstáculo. Pagaron el brazalete del lado panameño y avanzaron… no sin antes ver de lo que aquellos hombres eran capaces.
“Había una señora, el esposo, los tres hijos. Entre ellos había una niña grande. A la mamá la pusieron a escoger que si los mataban a todos o ella dejaba que violaran a la niña, pero tenía que ver cómo violaban a su hija… Al final, ella dejó que la violaran. No pudo hacer otra cosa porque si no los mataban a todos. Yo le doy gracias a Dios que me guardó a mis hijas…”, agrega Mayerlin.
Las mujeres migrantes llevan la peor parte en la ruta. Antes de llegar al poblado Bajo Chiquito —uno de las últimas paradas de la selva del Darién— los migrantes suelen pasar un registro ilegal: hombres en busca de dinero que registran a todo aquel que avanza en la ruta: mujeres, hombres y niños.
“Usted sabe que uno se guarda el dinero en donde uno puede. Hay mujeres que lo meten en preservativo y se lo meten en la vulva para evitar que les roben. Ellos saben ya… ellos revisan la costura de la ropa, el cabello, los pies, todo. A algunas mujeres las mandaban a bajarse el pantalón, las acostaban… y les metían los dedos para ver si ahí tenían el dinero”, relata Mayerlin.
Los hombres usan máscaras para los registros. No se sabe si son de origen indígena o llegan de otros poblados. El mundo de la migración es un mundo de sálvese quien pueda. Ailyn, Mayerlin y las niñas pudieron salvarse… Esa vez.
Al acercarse a Bajo Chiquito —casi al final de la selva— las jóvenes describen dos rótulos: uno que identifica el poblado y otro que dice “No ande sola”. En el lugar habita la comarca indígena Emberá-Wounaan quienes han aprovechado el flujo de migrantes para abrir tiendas de víveres, servicios de internet y casas de cambio de moneda. Fue cerca de una casa de internet que Ailyn estuvo a nada de ser violada. Su voz se vuelve pausada cuando habla del momento: “Venían dos ‘indios’ atrás mío… querían meterme al monte donde estaba todo oscuro eso. Yo eché un grito… y se fueron… Ellos dan mucho miedo”.
Las secuelas del momento aún se hallan en plena ebullición. “Estaba el río ahí y ahí estaban las canoas esas… las piraguas. Nadie me hubiera hallado”.
Edwin Viales, representante del programa Missing Migrants Project de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM) para Norteamérica, Centroamérica y el Caribe explica a La Astilla que la violencia sexual encabeza la lista de los tipos de violencia que más sufren las mujeres migrantes en la ruta. La violencia sexual se ha vuelto un arma usada por el crimen organizado para someter a las mujeres migrantes, un riesgo que no es exclusivo de un lugar, sino que está latente en toda la ruta migrante desde que atraviesan la selva del Darién hasta Centroamérica y México donde también sufren violencia machista, xenófoba y clasista.
“A las víctimas de violencia sexual se les dificulta, además, acceder a una atención diferencial en la ruta migratoria: no se las separa del grupo, no tienen, por ejemplo, condiciones privadas para hacer una entrevista, para conversar acerca de temas de violencia sexual y muchísimo menos para la contención o los primeros auxilios psicológicos que se les puedan dar”, explica.
Aylin, previendo los riesgos de la ruta, no salió de Colombia sin un implante anticonceptivo en el brazo. Mayerlin no lo necesitó porque, luego de tres partos, el sistema de salud de su país la obligó a operarse. El uso de anticonceptivos es una práctica extendida entre las mujeres migrantes que ven en la ruta el riesgo de ser violadas. Un riesgo al que se hacen a la idea de sufrir con tal de llegar a suelo norteamericano.
Viales explica que «la píldora anti violación» cobró auge hace diez años con el propósito de evitar embarazos a causa de posibles violaciones en la ruta. Según las jóvenes, la práctica es algo que continúa vigente, y es un consejo que corre de voz en voz entre las mujeres migrantes.
A un kilómetro de la frontera Agua Caliente, entre Honduras y Guatemala, se halla el Centro de Atención para Personas Migrantes y Refugiadas (CAPMiR), el cual aglomera a varias organizaciones de asistencia humanitaria como la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR), el OIM y el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF). También cuenta con socios como el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) y Médicos del Mundo.
Uno de los retos del centro es que los migrantes entren al lugar para recibir orientación sobre el trámite de refugio en Guatemala o sobre la ruta migrante. También para brindarles asistencia psicológica y atención prehospitalaria.
La Astilla hizo un recorrido por el lugar para hablar sobre las condiciones en las que llegan a Guatemala las mujeres migrantes. Algunas entran al refugio desorientadas. No saben si continúan en Honduras o si entraron a territorio guatemalteco, y esto ocurre porque los migrantes sudamericanos, como las y los venezolanos, requieren de visa para ingresar a Guatemala… y muchos no la tienen.
Otros casos que han recibido son los de mujeres violadas. Ante esa situación, el CAPMiR remite los casos a la Casa Migrante de Esquipulas, un pueblo ubicado a diez kilómetros de la frontera, donde se hallan miles de migrantes en las calles, los parques y otros lugares tomando un descanso mientras continúan su ruta.
“Si es un caso de abuso sexual lo referimos a la Casa Migrante porque ellos tienen una abogada y una psicóloga. De la casa las refieren al centro de salud por si necesitan hacer alguna prueba. En agosto tuvimos dos casos referidos. También hemos detectado casos de violencia intrafamiliar en el que las mujeres son golpeadas por sus parejas”, explica a La Astilla, Byron Zúñiga, psicólogo de Médicos del Mundo.
Para Zúñiga, las mujeres llegan con la mentalidad de llegar hacia los Estados Unidos, y si inician un proceso legal por violencia, ellas consideran que se pierde tiempo en lograr el objetivo. Por lo que la mayoría continúa con su agresor.
En caso de que las mujeres migrantes soliciten anticonceptivos por temor a sufrir violencia sexual en Guatemala o México, las organizaciones humanitarias también las refieren al centro de salud más cercano, pues ellos no prestan los servicios de salud sexual y reproductiva en sus sedes.
“Una vez que sabemos que las mujeres fueron víctimas de violencia sexual, el CICR incide con las autoridades para que puedan acceder a servicios de salud y con eso mitigar las consecuencias de estos delitos. Por supuesto, hay muchos obstáculos, uno de ellos es que muchas veces ni siquiera desean acercarse a las autoridades por temor a ser revictimizadas o deportadas”, agrega Daniela Gutiérrez, coordinadora regional adjunta del programa de protección a personas migrantes y desplazadas internas del CICR.
A criterio de Rhina Juárez, coordinadora del Centro de Atención Legal y Psicológica de la organización salvadoreña para mujeres, ORMUSA, el sistema no es empático ni amigable con las mujeres migrantes. En ese sentido, lo menos que consideran las mujeres en su ruta migrante es exponer un caso de violencia sexual o de necesidades de salud sexual y reproductiva por temor a ser retornadas.
“El sistema las culpabiliza y en ese sentido, lo que menos se les pasa por la mente es exponer la situación. (…) Entonces prefieren callarlo. Aparte de la revictimización que se puede sufrir en esos lugares… en definitiva se hallan en contextos de riesgo”, señala.
Entre las necesidades de salud sexual y reproductiva de las mujeres migrantes también se encuentran los artículos de higiene menstrual.
La hija mayor de Mayerlin, de 14 años, ha usado trapos de algodón en las dos veces que —durante la ruta— tuvo su periodo menstrual. No contó con acceso a toallas sanitarias ni agua. Tampoco a medicamentos para minimizar el dolor abdominal. Su madre lleva tres meses sin menstruar. “Son los nervios quizás”, ríe, mientras le canta una canción de cumpleaños a la adolescente que pasará el aniversario de su natalicio durmiendo en una carpa en Chiquimula.
El municipio está ahora lleno de migrantes del sur de América. La ruta por la que antes pasaban hondureños y salvadoreños, ahora parece exclusiva para los sudamericanos quienes hacen una parada para descansar o reunir dinero antes de continuar el viaje. Durante el mediodía se ven mujeres y niñas vendiendo golosinas en los semáforos o en los parques. Unas están solas. A otras las acompañan sus parejas u otros familiares. Al final de la noche, cuando el ruido del pueblo se ausenta buscan la terminal de autobuses para acampar y para comprar al día siguiente el pasaje que las llevará hacia el próximo destino… uno que las acerque hacia el final de la tortuosa ruta migrante.
(Ailyn, Mayerlin y las tres niñas llegaron a México el 24 de septiembre. Desde entonces no han respondido los mensajes).