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Las “saladas” del penal: mujeres trans en cárceles para hombres
Las “saladas”: así suelen decirles a las mujeres trans forzadas por el sistema de justicia guatemalteco a guardar prisión en cárceles para hombres. Allison, Brittany y Nancy son tres de ellas, todas trabajadoras sexuales del Colectivo El Trébol. En las calles deben lidiar con la brutalidad policial, en prisión son víctimas de tratos inhumanos, violencia sexual y discriminación. Estas son sus historias.
Allison
“Me quitaron mi pelo, lo único que tenía, me lo quitaron”
Cuatro reclusos sostienen con fuerza la cabeza de Allison. Está sentada en el suelo, en un rincón del Centro de detención preventiva para hombres de la zona 18, en la Ciudad de Guatemala. Los hombres le aprietan el cuello para que no se mueva. Le dicen que esto le pasa “por hueco, por puto, por escoria, por mentiroso”.
Están borrachos y no hay ni un solo agente del Sistema Penitenciario para ayudarla. Es el 6 de diciembre de 2020. Es de noche.
A Allison le duele todo. Minutos antes le dieron una golpiza.
Uno de ellos saca las tijeras y la máquina para rasurar. Allison comienza a llorar.
—¡Pegame, pegame lo que querrás, golpeame, pero no me quités el pelo! —les suplica.
—Te advertí que esto te iba a pasar. Gente como vos son la basura de Guatemala — responde uno de ellos.
Las tijeras comienzan a cerrarse. Poco a poco los mechones de pelo negro y rizado caen en el piso. Así lo recuerda ella.
Algunos reclusos aseguran que Allison estaba durmiendo en la plancha, una plataforma de concreto que comparte con otros detenidos para descansar. Que la habían encontrado teniendo relaciones sexuales con otra persona. Y que, por eso, decidieron “corregirla mientras dormía”. Otros dicen que había tenido conflictos previos con el reo jefe del sector, que él “le llevaba ganas, porque ella era trans”. Uno asegura que sí hubo complicidad de los guardias del Preventivo.
Lo que pasó esa noche varía en los detalles, pero no en el desenlace. A Allison le quitaron a la fuerza su cabellera. Quedó calva y golpeada en pecho y piernas. Dice que nunca recibió atención médica.
***
El día que Allison ingresó como reclusa al Preventivo acababa de cumplir los 19 años. Tenía un pelo rizado oscuro que le llegaba abajo de los hombros y vestía un vestido negro de lentejuelas que apenas la cubría.
Está segura de que fue el 17 de septiembre de 2017, un domingo frío; aunque en los registros del Organismo Judicial aparece detenida el 5, capturada por el supuesto robo de un celular.
Apenas le dio tiempo de llamar y avisar de su detención a Janet, la hermana postiza que hizo cuando, a los 13, decidió ser parte del Colectivo de Trabajadoras Sexuales El Trébol, situado en un viaducto que conecta varias zonas de la capital de Guatemala.
Allison pasó dos días en la carceleta de Tribunales, entre hombres, incomunicada. La carceleta especial para las personas LGBTIQ aún comenzaba a gestionarse dentro del Organismo Judicial y no se instalaría sino hasta un año más tarde. Sobrevivió ahí sin comida y sin agua, soportando un olor nauseabundo y las burlas de los demás capturados.
No tuvo opción de medida sustitutiva. La declararon en “rebeldía” por no haber ido a firmar a Tribunales en un caso de asociación ilícita por el que había sido ligada anteriormente.
La llevaron escoltada tres policías que pasaron todo el camino burlándose de ella dentro de la radiopatrulla. Decidió ignorarlos, después de escuchar por casi media hora cómo le llamaban “hueco” y de que le cayeran los restos de su saliva cada vez que se volteaban para gritarle “te van a violar” y “hoy sí te morís”. No supo sus nombres, no le importaba. Después de todo, estaba acostumbrada: los agentes de la comisaría 14 que patrullaban en El Trébol se lo decían todo el tiempo. A ella y a sus compañeras.
Algo la enorgullecía ese día: el vestido con el que había sido capturada estaba casi intacto y el maquillaje, aunque corrido, todavía le permitía verse “como mujer”.
Cuando llegó al Preventivo, los guardias del Sistema Penitenciario se rieron: “Aquí viene otro puto hueco”, recuerda que dijo uno.
***
Casi cuatro años después, la Allison de 23 ya no tiene aquella cabellera que le gustaba alisar con una plancha de ropa, ni el vestido elegante con el que hizo “una entrada triunfal” al penal, ni los pechos tan grandes como antes. En la cárcel no hay estrógenos.
Sentada en un banco que le prestó su amiga Cascabel, otra mujer trans reclusa en el sector uno, platica en medio de una pequeña cancha de fútbol sala, que habilitan los días de visita en el Preventivo.
Este mismo patio, con dos arcos desvencijados de metal que algún día simularon ser porterías, paredes amarillas descascaradas y una lona de plástico azul que los reclusos decidieron colgar en el techo para protegerse del sol y la lluvia, en las noches se convierte en su dormitorio. Aquí duerme a la intemperie, en el suelo, con al menos 80 privados de libertad. No hay otro lugar. Este penal fue construido para albergar a 1,500 personas. Actualmente hay 4,496, casi tres mil más. Según los registros del Sistema Penitenciario, la sobrepoblación es del 200%.
Ahora el patio está repleto. Hay unos cien reclusos que caminan junto a sus familiares, asan carne, toman café, se hacen tatuajes. Como un mercado en domingo. No hay un solo agente del Sistema Penitenciario vigilando las visitas. El último se quedó en la entrada del sector, a unos 100 metros de donde los reclusos viven.
Allison lleva puestos jeans y una blusa desabrochada del mismo material, que anuda bajo el pecho para dejar descubierto el sujetador y el abdomen. Mide como metro y medio. Su cara es redonda y morena. Dice que le gustaba más como era antes, más gordita. Sus ojos, oscuros, parpadean con pausas largas.
Tiene los labios y los ojos pintados del mismo color. Hoy se maquilló con el único labial rojo que comparten las chicas trans en el sector. El talco para pies que le prestó su amigo Erre y que usó como base, le ayuda a difuminar el rastro de una barba que apenas se asoma en la cara.
Solo lleva una prenda que la hace sentir incómoda: un gorro negro de lana. Lo usa porque debajo esconde una cabeza rapada.
“Me quitaron mi pelo, lo único que tenía, me lo quitaron. Me raparon entre cuatro, me golpearon, me insultaron, me decían que me lo merecía por hueco, por maricón, por puto. Y me dejaron así”. Allison llora, mientras se quita el gorro y pasa la mano por la cabeza.
Pero eso no fue todo. “Cuando denuncié en el Preventivo, balearon a mi mamá”, dice. Su hermana se lo contó en enero, la última vez que llegó a verla, aunque no ha podido confirmarlo. No tiene mucha relación con ella ni con sus demás familiares. La mayoría dejaron de hablarle a los 13, cuando inició su transición y se fue de casa para unirse a las trabajadoras sexuales del Trébol. Además, por los conflictos que ha tenido en la cárcel, nadie se quiere arriesgar para venir a verla.
Allison está casi segura de que a su madre la mataron. Ella era la única que llegaba de visita al menos una vez al mes. Ahora se convirtió en una rusa más. Así les dicen a quienes no tienen a nadie que las llegue a ver.
***
En Guatemala no existe una ley de identidad de género que les dé a las personas de las comunidades LGBTIQ un marco legal para la protección de sus derechos.
La última iniciativa de ley que se planteó fue presentada por la diputada Sandra Morán en 2018. Uno de los artículos proponía la posibilidad de modificar la casilla del sexo en el Registro Nacional de Personas, para que coincidiera con la identidad de género de las personas trans.
Es decir, que una mujer trans, como Allison, pudiese identificarse como mujer y no como hombre, y viceversa. La Comisión de la Mujer, en ese entonces presidida por el diputado Aníbal Rojas, del partido conservador VIVA, le dio un dictamen desfavorable y no pudo conocerse en el Pleno del Congreso para ser aprobada.
Hasta la fecha, lo único que una persona puede cambiar en el Documento Personal de Identificación (DPI) es su nombre. Pero el proceso no solo es caro, sino que puede demorar años.
Estos límites legales pasan por alto las recomendaciones internacionales de Naciones Unidas, de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y los principios de Yogyakarta, que plantean la obligación de los Estados “de respetar plenamente y reconocer legalmente el derecho de cada persona a la identidad de género que ella defina para sí”.
La imposibilidad de modificar el sexo en sus documentos hizo que Allison, como la mayoría de mujeres trans detenidas en Guatemala, fuera inspeccionada por agentes hombres de la Policía Nacional Civil cuando fue detenida. También, que en la primera declaración se le tratara como Jorge, el nombre con el que fue inscrito cuando nació, y que un juez la enviara a un centro de prisión preventiva para varones.
Aquí, en el Preventivo, no hay ni un sector, ni una carceleta especial para poblaciones LGBTIQ. Entre los 4,494 privados de libertad, hay nueve personas trans, una intersexual, cinco gays y once bisexuales.
“Hay algunos centros que tienen hasta el 900% de superpoblación”, dice por teléfono Luis Escobar, director del Sistema Penitenciario.
—A él o ella… ¿Cómo se dice? –pregunta para referirse a Allison, con una risa nerviosa— no le fue tan mal.
Pero el hacinamiento es lo menos que le preocupa a Allison. “Si fuera solo de dormir afuera, no me importaría”. Lo que pasa adentro de ese infierno, como le dice ella, es peor. Empieza por el momento en el que entran a la prisión y las dividen en sectores.
En la Ley del Régimen Penitenciario la asignación y distribución de los reclusos debe estar a cargo de un equipo multidisciplinario por cada centro carcelario. Este equipo lo deberían formar especialistas que evalúen la salud física y mental, socioeconómica, jurídica y la personalidad de los reclusos. Deberían ser al menos seis personas, según Elliott Palma, doctor en investigación social y quien trabajó por más de 10 años en el Sistema Penitenciario, primero en comunicación y después como subdirector interino.
Pero esto, en la realidad, no pasa. Los centros preventivos y carcelarios del país son un submundo dominado por las pandillas, el crimen organizado, la corrupción y la falta del Estado. El mismo Escobar lo admite: “Se ha salido de control. Quisiéramos recuperarlo, pero estamos atados con el presupuesto”. Él asegura que quien asigna a qué sector va cada recluso es el subdirector o el director de cada centro penitenciario.
Allison, como varias de las chicas trans detenidas, lo niega rotundamente. A ella no le hicieron un chequeo médico ni un diagnóstico psicológico ni la trató una trabajadora social. Tampoco la entrevistó el director.
Lo único que en realidad le consta es que, en el proceso de asignación, los guardias se aseguran de no meter a los salvatruchas con los del Barrio 18, porque se pueden matar. A los paisas, los reclusos que no tienen nexos con las pandillas y que llegan por otros delitos no relacionados, los asignan a dedo y “al color del billete”.
Cuando llegó al Preventivo, después de las burlas, un agente del Sistema Penitenciario le quitó la ropa, el vestido negro y las pestañas postizas. La dejó en tanga y sujetador.
Allison se acercó a otro guardia, uno que no había participado en las burlas, y le pidió que le encontrara algo de ropa. Él le llevó un pants y una camisa de hombre. Ella le tuvo que pagar con los únicos 100 quetzales que guardaba en el brassiere.
Poco después llegó uno de los jefes de los sectores. Los jefes son reclusos que, con el tiempo, han ganado poder dentro de la prisión y controlan una parte de ella. Funcionan como enlace directo entre los guardias y los demás presos.
—Mmm, este es hueco. ¿Para dónde? —le preguntó el agente al jefe del sector.
—¿Cuánto traes? —le dijo el jefe del sector a ella.
—No traigo nada —contestó.
Allison se había quedado sin dinero.
Así entró por primera vez al sector cuatro. Ahí le pidieron 7 mil quetzales de talacha, el impuesto que cobran los reclusos a los nuevos ingresos, y 5 mil más por la plancha, donde los privilegiados duermen.
Como no pudo pagarlo, la tuvieron dos días de pie en la puerta de la entrada del sector. La hicieron limpiar los baños llenos de excremento con un cepillo de dientes. A los otros reclusos hombres que tampoco pudieron pagar les daban una esponja pequeña. Eso fue lo que más le dolió.
Después le dieron la golpiza de iniciación. Quedó casi inconsciente y con una cicatriz de unos 10 centímetros en el cuello. Aún guarda el papel rosado que le dieron en el hospital cuando la ingresaron por tuberculosis. Ella dice que fue consecuencia de la agresión.
A los días la violó un recluso.
Con los meses, y después de tener problemas de comportamiento y algunos roces con otros privados del sector, la cambiaron al número dos. Ahí fue donde le cortaron el pelo.
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El sábado 5 de diciembre de 2020, un día antes de que a Allison la dejaran calva, Henry España, defensor de la Diversidad Sexual de la Oficina del Procurador de Derechos Humanos, recibió una llamada a su celular personal mientras descansaba en su casa. Ese día no le tocaba turno, pero decidió contestar.
En el teléfono identificó la voz. Era una persona conocida, que hablaba desesperada. Tenía noticias de que a Allison le iban a cortar el pelo en el Preventivo para varones de la zona 18. Estaba segura. Dijo que Allison le había pedido ayuda.
La persona con la que habló Henry España, de la que omite su nombre por seguridad, no fue la única que lo sabía. A Janet, activista y directora del Colectivo de Trabajadoras Sexuales de El Trébol, Allison también la había llamado. Janet documentó el caso y comenzó a coordinar con otras personas, como con Stacy Velásquez, activista de OTRANS Reinas de la Noche, una organización no gubernamental que vela por los derechos de las personas trans.
Cuando Henry cortó la llamada, recordó que era sábado y que, aunque quisiera, era muy difícil poder contactar con el director del Preventivo con rapidez. “Se siente mucha impotencia porque yo, al no ser parte específicamente de la Dirección General del Sistema Penitenciario, no hay algo rápido que pueda hacer para poder evitar esto. Estás a contrarreloj”.
El lunes 7 de diciembre, la PDH solicitó al Juzgado de Paz Penal de Faltas de Turno una exhibición personal a favor de Allison. Este es un mecanismo legal en el que un juez visita a la persona para comprobar si ha sufrido algún tipo de vejamen o violación a sus derechos humanos. Ese mismo día, una delegada de la PDH fue a visitarla para hablar con ella y con las autoridades. Ya era muy tarde: la encontró rapada.
Henry España asegura que desde su institución hablaron con Gerson García, subdirector del Preventivo, y con la Dirección General del Sistema Penitenciario, para recordarles el deber de proteger a los reclusos y para solicitarles protección para Allison. España asegura que el subdirector le prometió tomar cartas en el asunto.
En Agencia Ocote tratamos de entrevistar a García para saber qué acciones habían tomado, pero en su teléfono nadie contesta las llamadas ni los mensajes. Tampoco en el de Enoc Lemus Corado, director del penal, el encargado de velar por la seguridad y el control del centro.
Luis Escobar, director del Sistema Penitenciario, asegura “no saber nada del caso”. “De saberlo —dice— ya hubiera destituido al director del Preventivo”. Contundente, insiste que “su deber es proteger a todos los privados”. Al director del centro fue imposible localizarlo.
Desde que Allison entró al Preventivo, en 2017, ha solicitado seis exhibiciones personales, unas gestionadas por ella, otras por la PDH y otras por el Instituto de la Defensa Pública Penal, para denunciar amenazas y malos tratos. La más reciente fue el 30 de diciembre de 2020. Nunca llegó a concretarse. El juez no la visitó.
Allison aún guarda la notificación por escrito firmada por el juez Erick García del Juzgado Octavo de Primera Instancia Penal, Narcoactividad y Delitos contra el Ambiente, donde declara “sin lugar” la exhibición personal. En el informe, el juez explicó que “él” (ella) había sido evaluada por un médico forense, que indicó que “clínicamente se encontraba estable, con sus signos vitales dentro de los límites normales”.
El juez se basó en esto para concluir que “el privado de libertad no se encontraba sufriendo vejámenes, malos tratos o detenido ilegalmente, por lo que no se dieron los presupuestos legales para la exhibición personal”. Para esa fecha, la delegada de la PDH ya había visto a Allison rapada.
No es la primera vez que dentro de los centros de privación de libertad de Guatemala pasaba algo así. En 2012, el Subdirector Operativo del Sistema Penitenciario, Eddy Fisher Arbizú emitió una circular a nivel nacional donde obligaba a que “todos los privados de libertad homosexuales vistieran en todo momento la vestimenta según su género natural”.
Después de publicarse esta circular, al menos dos mujeres trans fueron rapadas. Un año después, la Corte de Constitucionalidad confirmó que esta orden violaba el derecho de igualdad de los privados de libertad, especialmente de la población trans y homosexual. Obligó al Sistema Penitenciario a derogarla.
En 2014 entró en vigor la Política Nacional de Reforma Penitenciaria, donde, a grandes rasgos, se establecen lineamientos sobre un trato diferenciado a las poblaciones LGBTIQ. Por ejemplo, plantea que se fortalezca su seguridad y que se creen protocolos para el registro de las personas vulnerables.
Elliot Palma, que coordinó la investigación y asesoró la política, dice que la realidad es otra. “No creo que lo estén cumpliendo. El Sistema Penitenciario, en la actualidad, está colapsado. No hay capacidad para poder garantizar la seguridad y custodia a cualquier persona y menos a un grupo minoritario. Es físicamente imposible”, concluye. Además de la incapacidad material, agrega que tampoco hay voluntad política.
La violencia aumentó durante la pandemia, según Stacy Velasquez, directora de OTRANS Reinas de la Noche. “Tenemos información de que le han quitado el pelo a varias. Les pegan, las violan, y nadie hace nada”. “El cabello es parte nuestra, es una mutilación de nuestro cuerpo”, recuerda Janet, del colectivo El Trébol.
A Allison la cambiaron de sector. Ahora está en el Uno, donde “no le va tan mal”. Está a la espera de su audiencia, a finales de marzo, donde cree que tal vez la dejen libre y salga “de ese infierno”, dice.
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De 2015 a 2020, en toda Guatemala, el Ministerio Público registró a 61 personas trans por la comisión de algún delito. A finales de 2020, el Sistema Penitenciario reportaba a 99 personas trans detenidas en los centros de privación de libertad del país.
En todo caso, los datos que recopilan las instituciones públicas no son fiables. Stacy Velásquez explica que muchas veces confunden la orientación sexual de una persona con su identidad de género. Han inscrito a mujeres o a hombres trans como gays o lesbianas, por ejemplo.
También explica que muchas veces las mismas personas de las comunidades no saben cómo identificarse. Las que sí, con frecuencia prefieren no hacerlo por temor a la discriminación.
De los registros que tiene el Ministerio Público, “lesiones leves” es el delito más imputado a las personas trans. En los últimos cinco años se registran 18 denuncias. Después están las amenazas, con 15 denuncias, y el robo y robo de terminal móvil, con cinco.
Brittany
“Ser trabajadora sexual no me hace esclava de ellos”
En la “2B”, una celda de castigo dentro del Centro de detención preventiva para hombres de la zona 18, durante dos meses, a Brittany la despertarán todos los días, sin falta, para obligarla a hacerle sexo oral al jefe del sector.
Dos o tres de sus “trabajadores”, los reclusos que hacen de agentes de seguridad privada del jefe, le aseguran a Brittany que es su pago para que no le pase nada. Lo justifican porque él se “ha enamorado de ella”. Ella está segura de que no es amor, que el amor no es esclavitud ni es violencia.
Todos los días le recuerdan que es prostituta, que no le cuesta nada. Brittany dice que los guardias del centro se hacen de la vista gorda, que reciben el dinero que cuesta el silencio y se van.
Brittany dejó los estudios a los 14 años, se fue de su casa en Sacatepéquez y decidió dedicarse al trabajo sexual. Fue lo único a lo que tuvo opción. Nadie quería darle trabajo cuando empezó su transición.
En esa época, unos hombres la vieron muy joven y quisieron explotarla, aprovecharse de lo que ganaba. Pero ella lo tenía claro, no iba a trabajar para nadie. Unos tres años después conoció el Colectivo. Janet había fundado la organización para protegerse entre ellas, para formar una comunidad de trabajadoras que lucharan por sus derechos. Ahí, Brittany confirmó que el trabajo sexual nunca es fácil, pero es trabajo, y lo hace porque gana dinero, no por obligación.
A Brittany la capturó la Policía en febrero de 2017, igual que a Allison, por un supuesto robo de celular. Ella asegura que se trató de una confusión, que un cliente le había dejado empeñado el móvil porque no quiso pagarle y después la acusó. Cuando la detuvieron, un agente de la comisaría 14 le puso las manos en la pared y le quitó el corsé que llevaba. Escuchó las burlas de otros cuando se quedó en calzón.
A Brittany tampoco le dieron medida sustitutiva. La declararon en rebeldía por no ir a firmar su asistencia sobre un proceso anterior. Dos días sin comer en la carceleta y la resolución del juez fue la misma que la de su compañera: el Preventivo para varones de la zona 18.
Dos mil quetzales fue la talacha que pagó para que no la pusieran a limpiar los baños o a hacer limpieza en el sector que le asignaron. Su hermana se los llevó tan pronto como le llegó la noticia de que Bri había sido capturada. La encontró irreconocible: estaba vestida “como hombre”. El short largo y la camisa floja hacían que se le camuflaran los pechos. Se había quitado las pestañas postizas y el cabello negro lo llevaba agarrado con una cola.
—¿Te hicieron algo? —le preguntó preocupada.
—No, pero prefiero vestirme así para que no me chinguen —contestó.
Pero ya la habían chingado. Además de los insultos, a Brittany le prohibieron entrar la ropa que llevaba. La hicieron quitarse todo y, desnuda, un guardia del centro le explicó que debía verse “como se ven los hombres”. Le dieron un short y una camisa que apestaba a humedad. En ese momento, aunque odió la decisión, se prometió no intentar vestirse como mujer. Desde los 14 años, no se miraba así.
No llevaba mucho tiempo en el Preventivo cuando la trasladaron a la celda de castigo. Días antes había tenido un conflicto que llegó hasta los puños con un pandillero. Fue ahí, en la “2B”, donde abusaron de ella.
Brittany llegó al hartazgo después de dos meses y, en uno de los conteos que realizan todas las mañanas, sacó sus cosas. No tenía mucho: algunas sábanas, unas galletas, unos jeans… Todos en una maleta pequeña.
“Les dije que ya no quería estar ahí porque me obligaban hacer cosas que no quería. Y no quise entrar al sector, me intentaron golpear y todo. Me arriesgué, pero dije que ya no quería entrar. Y ya no entré. Entonces le dijeron al director y le expliqué, y gracias a Dios me puso un poco de asunto y me dio permiso para ir a buscar sector”, recuerda.
Estuvo cuatro meses más dentro del Preventivo, hasta que un juez desestimó el caso por no encontrar pruebas suficientes para culparla. Ahora vive con su madre y su hermana pequeña en un barrio popular de la Ciudad de Guatemala.
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El infierno, como le llaman Allison y Brittany, no solo lo viven dentro de los centros de privación de libertad. Para las trabajadoras sexuales del Trébol, salir por las noches representa un riesgo para su vida. Han tenido que aprender a vivir con la violencia de los guardias de seguridad privada de los hoteles –a los que ellas mismas llaman sicarios–, con los insultos de los clientes, con las armas, la discriminación, la inseguridad. Es por eso que fundaron el Colectivo, para acuerparse.
Nancy
Las saladas y la brutalidad policial
Janet aún guarda en su celular las fotografías de cuando Nancy salió de Tribunales, tres días después de que la capturaran por faltas al orden público y el robo de un celular.
En las imágenes posa seria para la cámara, con la mascarilla en el mentón y su huipil verde. Tiene una pequeña cortada en la nariz, como de un centímetro, justo en el entrecejo. Una curita le tapa otro golpe en la frente. También hay señas de un corte detrás de la oreja. En otras fotografías muestra algunos raspones en las piernas y un golpe en la espalda, debajo de donde se abrocha el brassiere. Todo esto, aseguran las dos, fue debido a la golpiza que le dieron cuatro agentes de la comisaría 14 cuando la detuvieron.
Nancy es una mujer trans indígena q’eqchi’ de Chisec, Alta Verapaz. Tiene 33 años y desde hace cinco decidió ejercer el trabajo sexual. Su carácter es “cosa seria”. Así lo definen Brittany y Allison. Pero Nancy lo justifica, dice que es porque “le ha tocado duro”. Desde que empezó su transición, a los 13, recibió el rechazo de su familia, los golpes de su padre y tuvo que huir de la aldea donde vivía porque ahí “no se permitía ser así, hueco”.
Llegó a la ciudad sin saber mucho español. Rescataba algunas palabras que había aprendido en la aldea, el “buenos días”, “buenas tardes”, “gracias”. Nada más. En El Trébol se encontró con la discriminación de los clientes de los bares donde trabajaba. Pero decidió que nunca se quitaría su indumentaria maya. Tiene dos huipiles y un corte que lava cuando puede.
Cuando empezó como trabajadora sexual, a los insultos y el maltrato a los que estaba acostumbrada, se sumó la violencia de la Policía. Les dicen de todo, cuenta Nancy. Les tiran bolsas con basura, con orina y con excremento.
“Las saladas”, les gritan, en referencia a la historia bíblica del Génesis, en la que la esposa de Lot se convierte en una estatua de sal como castigo por desobediente, después de mirar hacia atrás cuando escapaba de Sodoma.
En las calles del Trébol “casi siempre pasa algo”. Eso cuentan algunas de las mujeres. Ese día, el 2 de septiembre de 2020, quienes protagonizaban una riña eran Nancy y Dulce, otra mujer trans. Ya no recuerdan ni por qué. Seguramente estaban borrachas y discutían frente a un hotel, entre la 3 avenida y 2 calle de la zona 12, un lugar poblado de bares, cantinas y moteles de paso.
A eso de las cinco de la tarde, cuando aún iba en el taxi de su casa hacia el Trébol, Janet recibió la llamada de Estrella, una de las compañeras, que le alertó sobre lo que había pasado. “Les están pegando muy fuerte, venga rápido”, le exigió. No le dio tiempo de oír lo demás, le pidió al taxista que se apurara. Cuando llegó, encontró a dos agentes de la comisaría 14 de la PNC rociando gas pimienta sobre las caras de sus amigas y gritándoles que se habían robado algo.
Reconoció a uno de ellos, el Comandante G., de quien aquí se omite el apellido completo por la seguridad de ellas. No le extrañó que estuviera ahí. La mayoría de las integrantes del colectivo, incluidas Allison, Nancy y Brittany, lo reconocen por su tez blanca, el bigote “canche” y el acento de oriente.
Pero, sobre todo, porque aseguran que es quien en varias ocasiones las ha golpeado, insultado, colocado evidencia para incriminarlas y hasta amenazado de que “las va a desaparecer”. A Nancy también le dijo una vez que era una vergüenza para el pueblo de Cobán que fuera “hueco”.
Nancy sintió el ardor en los ojos, le quemaban horrible. Aún sin poder abrirlos, un golpe por la espalda la tiró al suelo y su cabeza pegó con la banqueta. Se hizo bolita mientras sentía los batones de los policías impactar contra su cuerpo. Primero en la espalda, después en las rodillas.
Entre la ceguera, los golpes y el “indio de mierda te voy a matar” que dijo uno de los agentes, trató de encontrar algo con qué defenderse. Estaba segura de que, si le daban golpes, se los iba a regresar.
Pasó la mano por el asfalto y sintió entre sus dedos una botella de vidrio. Imaginó que era de la cerveza que se había tomado antes. Con la nariz sangrante, logró agarrarla y reventársela a uno de los agentes en el brazo. El hombre gritó y los golpes vinieron con más fuerza.
Janet miraba la escena con una mezcla de pánico, rabia e impotencia. Le había advertido a Nancy que “no se pusiera al brinco” con ellos, que no les diera razones. Sacó su celular para grabar, pero el Comandante G. le advirtió que lo guardara. Para entonces, se habían unido dos agentes más, que le pegaron tanto a Nancy que la dejaron inmóvil por unos segundos.
Cuando dejó de forcejear con ellos, la metieron a la palangana del pick-up y se la llevaron. Janet imaginó que iría a Tribunales, pero la patrulla fue al Hospital Roosevelt. Ahí se negó a ser atendida: “No acepté nada, me querían meter un hisopo y no quise”, comenta. A Nancy no le daban tanto pánico las heridas como salir positiva de COVID-19.
Le pasó de todo por la cabeza. Se imaginó aislada, internada, presa en el hospital. Ella, que si no trabaja no come, no podía permitirse eso. Dejó que le pusieran solo una venda en el brazo.
Después, ahora sí, la llevaron a la Torre de Tribunales. Ahí, a pesar de que la metieron en la carceleta de comunidades LGBTIQ, recién instalada, fueron dos guardias del Organismo Judicial los que la inspeccionaron. Nancy estaba acostumbrada, siempre la revisan hombres.
Mientras la tocaban recordó la vez que un agente de la PNC le agarró los testículos después de que ella le exigiera que la registrara una mujer. “Pero si vos sos hombre”, le dijo. Cuando los agentes del OJ terminaron y ella comenzó a caminar, uno de ellos le pisó el borde del corte. Quedó desnuda y todos se rieron.
Tres días después le dieron la libertad y volvió a las calles del Trébol.
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Al “Comandante G” fue imposible localizarlo. En la comisaría 14 nadie parece conocerlo. Y aunque las mujeres están seguras de su apellido, el comisario Carlos Nicolás, quien dirige la comisaría, dice no tener ni idea de quién es. Tampoco dice saber nada de las acusaciones. “No han llegado denuncias así de específicas” agrega.
En las solicitudes de información pública, el Ministerio de Gobernación se negó a decir los nombres de los agentes y del personal administrativo de la comisaría. Las instituciones públicas están obligadas por ley a dar esta información, pero argumentaron que la institución policial “está exenta de la obligación de publicar los nombres del personal cuando se ponga en riesgo el sistema nacional de seguridad y la investigación criminal”.
Mario Trejo, abogado y notario, dice que la excepción es debatible. Explica que solo se debe aplicar cuando se compromete alguna operación de inteligencia o de seguridad. Además, al negar la información, se debe comprobar y fundamentar por qué, algo que no hizo el ministerio.
Janet no ha vuelto a ver al “Comandante G”. Cree que lo cambiaron de comisaría, o tal vez lo dieron de baja, según ella, por corrupción. Hasta la fecha de publicación de esta crónica, no ha sido posible comprobarlo. La Inspectoría General de la Policía tampoco quiso entregar información sobre el nombre de los agentes que llevan algún proceso interno. Solo se saben cifras.
Del 2015 al 2020, la Inspectoría recibió 340 denuncias contra personal de la comisaría 14 de la Policía Nacional Civil. A finales del 2020, 873 personas trabajaban ahí. La comisaría ocupa el sexto puesto a nivel nacional con mayor número de denuncias. En este período de tiempo, registraron solo cuatro acusaciones realizadas por personas LGBTIQ.
El comisario Carlos Nicolás, director de la comisaría, dice que él tampoco ha recibido quejas de sus agentes por parte de las mujeres trans que trabajan en El Trébol. “Es que ellas son bien conflictivas”, justifica. Admite que en su comisaría no han sido capacitados en temas de tratos diferenciados a personas LGBTIQ.
Henry España comenta que desde la PDH se han hecho esfuerzos, pero que es imposible cubrir a todas las instituciones. Además, cuesta cambiar un problema tan enraizado si no hay una política de Estado, si es el mismo sistema de justicia que está colapsado el que ha decidido ignorar a las poblaciones LGBTIQ.
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Nancy y Brittany siguen ejerciendo el trabajo sexual. Con lo que ganan se mantienen solas. Dicen que se la rifan todas las noches, pero que no pueden dejar de hacerlo. Las dos recuerdan a su amiga Allison, que todavía está presa.
Allison esconde entre sus cosas una carta al director del Sistema Penitenciario. La escribió en una hoja de papel bond. Le pide por su vida, tiene miedo. Aún no ha podido entregársela.
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Esta crónica fue publicada originalmente en Agencia Ocote. Fue realizada con el apoyo de la International Women’s Media Foundation (IWMF) como parte de su iniciativa de ¡Exprésate! en América Latina.
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Fotografía de portada: Esteban Biba