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Madres chilenas en larga búsqueda de bebés robados durante los años de Pinochet
Cincuenta años después del golpe que puso a Pinochet en el poder, miles lloran todavía a la infancia robada durante su régimen

Mercedes Tapia con los certificados de nacimiento y defunción de su hijo y algunas fotos de ella embarazada | Naomi Larsson Piñeda / openDemocracy
Gladys Muñoz recuerda el primer llanto de su bebé con tanta claridad como si hubiera sido ayer. Se aferra a esa memoria de hace 44 años y a la imagen de sus pies diminutos, un recuerdo que ha luchado por mantener nítido en su mente con el paso del tiempo. Es la única prueba que tiene de que su hijo existió.
Alberto, hijo de Muñoz entonces de 17 años y de su marido, nació prematuro el 10 de abril de 1979 en un hospital de Providencia, un barrio de la capital chilena, Santiago. En los días que siguieron, mientras se recuperaba en el hospital, ella afirma que se le negó contacto con su hijo.
Le dijeron que habían puesto a Alberto en una incubadora. Le negaron todos los pedidos para verlo o tenerlo en brazos. Lo único que sabía de él era su talla y su peso: 35 centímetros, un kilo y 325 gramos. Puede que ni siquiera eso fuera cierto.
Cinco días después en el hospital le dijeron que había nacido muerto y que cederían su cuerpo para investigaciones científicas. Todo lo que tenía para llorar a su hijo era la ropa que le había preparado; no había cadáver, ni lápida, ni siquiera un certificado de defunción.
‘Siempre he tenido ese instinto de que él puede estar en algún lugar’
Muñoz cree que Alberto es uno de miles de niños y niñas chilenas que fueron arrebatadas a sus madres para darlas en adopción, un escándalo internacional de trata de personas cuya magnitud sólo está empezando a entenderse ahora.
La práctica se extendió durante la dictadura militar chilena presidida por el general Augusto Pinochet, de 1973 a 1990. Contó con la complicidad de una red de funcionarios; jueces, trabajadores sociales, profesionales sanitarios y agencias de adopción internacional facilitaban la venta al extranjero de bebés y niñas y niños pequeños.
Los investigadores chilenos han examinado las circunstancias de unas 8.000 adopciones en el extranjero entre 1970 y 1999, en el marco de una investigación penal abierta por el juez Mario Carroza en 2018. Pesquisas posteriores dirigidas por el poder legislativo chileno y ONG internacionales sitúan el número de adopciones ilegales más cerca de las 20.000.
openDemocracy entrevistó a seis madres chilenas cuyas historias son pavorosamente parecidas y revelan un patrón de abuso de sus derechos reproductivos. Estas mujeres relataron cómo, tras dar a luz, no se les permitió ver o aupar a sus bebés, se les dijo después que habían muerto y se les negaron los cuerpos. A menudo no se les entregaba ningún documento que confirmara la muerte.

Gladys Muñoz en su casa en las afueras de Santiago
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Naomi Larsson Piñeda / openDemocracy
Las adopciones internacionales de niños y niñas chilenas comenzaron décadas antes del 11 de septiembre de 1973, cuando Pinochet derrocó a un gobierno democráticamente elegido, pero su régimen las promovió activamente, incluso de manera forzada o ilegal. La falta de regulación de los procesos de adopción internacional hizo posible que miles de niños salieran de Chile casi sin ningún control, para ser adoptados por familias de Europa y América del Norte.
Una ley chilena de 1965 introdujo las adopciones cerradas, que establecían una ruptura total con las familias biológicas, por lo que las personas adoptadas no podían acceder a información sobre sus orígenes. Solamente en 1988 Chile promulgó una ley que formalizó el procedimiento de las adopciones en el extranjero, pero no reguló la evaluación y selección de las familias adoptivas. En 1999, el país firmó y ratificó el Convenio de La Haya sobre adopción internacional, que busca explícitamente proteger el “interés superior” de la infancia y “prevenir el secuestro, la venta o el tráfico de niños”.
Ana María Olivares, periodista chilena que detectó por primera vez el patrón de adopciones irregulares entre Chile y Suecia a principios de la década de 2000, dice: “Lo que aquí sucedió era parte de una política nacional y también internacional, donde los países se hicieron los ciegos. Se recibieron estos niños sin preguntar efectivamente cuáles eran las condiciones en que nacían”.
Olivares trabajó reporteando este tema como parte de su tesis de licenciatura en periodismo. Ahora trabaja con la organización chilena de voluntarios Hijos y Madres del Silencio, que busca a familias separadas por adopciones forzosas e ilegales y ayuda a reconectarlas.
‘Era como una prisión en que estábamos todos’
Gladys Muñoz, que perdió a su hijo Alberto a los pocos minutos de nacer, recuerda cómo lloró durante días tras salir del hospital sin él. “No hicimos nada más, solamente llorar. Debería haber exigido que me lo mostraran. Porque esa es mi conciencia, lo que me tiene mal”.
El dolor no se va. El 11 de septiembre se cumplieron 50 años del sangriento golpe de Estado apoyado por Estados Unidos que derrocó al presidente socialista Salvador Allende. Durante los 17 años de gobierno de Pinochet, su régimen reprimió toda oposición, y decenas de miles de personas fueron encarceladas y torturadas. Más de 3.000 personas fueron asesinadas, y al menos 1.469 siguen desaparecidas.
El clima de terror obligó a mucha gente a permanecer callada. Quienes perdieron a sus hijos tenían demasiado miedo para quejarse a los hospitales o a la justicia – instituciones estatales controladas por el régimen militar. “Sufrimos terror y no podíamos hacer nada. Sí afecta igual, porque psicológicamente uno por supuesto queda mal. Era como una prisión en que estábamos todos”, dice Muñoz.
“Durante los años 70 y 80, Chile fue el principal exportador de niños del mundo”, afirma Olivares. “Los hospitales eran dirigidos por militares. Claro, los consultorios, los alcaldes ya nunca más fueron electos y también eran puestos por militares, hasta las juntas de vecinos. Es muy difícil ir a pelear por cualquier cosa. Por eso se quedaron en silencio”.
Sólo hace pocos años muchas encontraron la fuerza para contar sus historias y comenzar la larga búsqueda de sus hijos e hijas robadas.
‘Un papel nomás’
Cipriana Bustos Oyarzun tenía 19 años cuando dio a luz a Pamela, su segunda hija, en el Hospital Sótero del Río de Puente Alto, uno de los barrios más pobres de Santiago. Al igual que Muñoz, recuerda haber oído llorar a su beba después de la cesárea, y que un médico le dijo que era una “niña bonita”. Es un recuerdo que ha conservado durante 48 años – pero sólo puede imaginar cómo era Pamela cuando nació. Nunca la dejaron ver a la beba.
Luego de cinco días de recuperación en el hospital, un médico cuyo nombre no recuerda le dijo que la niña había muerto de “sufrimiento fetal”. No le permitieron verla ni enterrarla, y el personal del hospital no le proporcionó más información.
Ahora, con casi 70 años, Bustos rememora sus desesperados intentos por saber algo de la hija a la que sólo había oído llorar al nacer. “Yo exigí verla, no me dejaron. Caminé como pude. Fui a la oficina; me dijeron no, vaya a la secretaría, fui, no me atendieron. Fui a la morgue y no alcancé a llegar porque ya me desmayaba, no podía caminar, pues si estaba recién operada”.
Casi medio siglo después, Bustos Oyarzun se aferra con fuerza a la única documentación que le dieron para demostrar que había tenido una hija. “Un papel nomás. Y ahí se quedó. Pero yo siempre tuve la duda. Nunca me olvidé”.

Cipriana Bustos Oyarzun en la cocina de su casa en Santiago
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Naomi Larsson Piñeda / openDemocracy
Bustos Oyarzun y Muñoz son dos entre cientos de madres chilenas que sienten que el Estado las seleccionó para la adopción forzosa e ilegal de sus bebés porque eran vulnerables. La mayoría jóvenes, muchas de ellas vivían en la periferia pobre de Santiago. Aunque estaban en la ciudad, sus experiencias se parecían a las de personas de zonas rurales de todo Chile, especialmente de comunidades indígenas como la mapuche, que también han denunciado el robo de hijos e hijas.
Muchas madres informan que el hijo robado fue el segundo, quizás porque los perpetradores pensaban que no “sufriríamos tanto”, creen estas mujeres.
Karen Alfaro, una destacada investigadora del escándalo de las adopciones forzadas en Chile, afirma que la dictadura de Pinochet “buscaba esto como control de natalidad, sobre todo en el caso de la mujer rural – era una forma de ‘controlar’ la calidad de la población”.
Alfaro, doctora en historia social y política contemporánea, afirma que las mujeres más pobres también fueron sujetas a este ataque debido a la ideología que se les atribuía. Durante la década de 1960 y el ascenso de la coalición de izquierdas Unidad Popular de Salvador Allende, “las mujeres que habían sido protagonistas, durante la Unidad Popular, de todos los procesos de movilización eran libertinas, tenían la sexualidad libre. Entonces controlar sus cuerpos era un objetivo”.
En 1978, Pinochet introdujo el Plan Nacional de Menores, que pretendía consagrar la familia ‘tradicional’, pero se centraba en gran medida en su ingeniería mediante adopciones forzosas. En su investigación, Alfaro señala que el plan se proponía “ampliar significativamente el número de adopciones en Chile, como camino para proporcionar hogar a niños que carecen de él”. Buscaba asimismo “crear un movimiento de opinión pública favorable a la adopción, informar y motivar la adopción y agilizar los trámites”. La esposa de Pinochet, Lucía Hiriart, fue nombrada responsable de las fundaciones e instituciones del gobierno vinculadas a las políticas de infancia y familia en Chile.
Alfaro, que es decana de la Facultad de Filosofía de la Universidad Austral de Chile, dice: “Todo el sistema permitía captar a las madres jóvenes, niñas, tempranamente para poder hacer ese seguimiento y forzarlas a la adopción, o convencerlas o apropiarse de los niños una vez que ella tenían a sus hijos en los hospitales”
‘Era joven, creía mucho en todo lo que me decía el médico’
Una década después de que Muñoz perdiera a su hijo, Mercedes Tapia, de 27 años, se encontró en la misma maternidad del Hospital del Salvador. Era 30 de agosto de 1989 y Jacob, el hijo de Tapia, había nacido por cesárea. Jacob tenía una hermana mayor, Bárbara, de casi seis años, a la que nunca vería.
Bárbara, que ahora tiene 39 años, está sentada con su madre en la casa familiar del norte de Santiago. El salón está lleno de fotografías. Las dos mujeres intercambian miradas de consuelo mientras recuerdan el día en que Jacob nació y desapareció.
Tapia fue trasladada al hospital dos días antes del sexto cumpleaños de Bárbara, y hoy su hija aún recuerda la emoción que sintió al saber de su nuevo hermanito. “”De hecho, repartimos las invitaciones de mi cumpleaños, y mi mamá me dijo cuando llegue tu hermanito, vamos a reír”.
“Pero no llegó nunca”, dice Tapia, con la voz entrecortada. A sus 61 años, algunos recuerdos de aquella época se le confunden, pero conserva ciertos detalles. Recuerda que todas las ecografías que le hicieron durante el embarazo fueron normales y que los médicos no encontraron nada malo en el bebé. Pero cuando ingresó al hospital para dar a luz, una comadrona le advirtió de que su bebé moriría. Una trabajadora social le preguntó si permitiría que su cuerpo se utilizara para investigación científica. “Prácticamente te lavan el cerebro. No, tu hijo no va a vivir, se va a morir”. Más tarde apareció alguien pidiéndole que firmara un papel en blanco. “Y yo lo firmé”.
Se acuerda de despertarse sola en una habitación después de la cesárea. “Vino una comadrona y me dijo tu bebé murió. Creo que me durmieron porque desperté como somnolencia, como que no sabía bien dónde estaba. Yo no lo sentí, yo no lo sentí llorar, no lo vi. Entonces no tengo ese recuerdo”.
Cuando Tapia y otros familiares pidieron el cuerpo para organizar el entierro, les dijeron que el niño tenía una deformidad demasiado chocante para que la vieran.
A diferencia de Muñoz, a Tapia le dieron los certificados de nacimiento y defunción de Jacob, pero nunca le pareció que los detalles de ninguno de los dos tuvieran sentido. Me muestra los documentos manuscritos amarillentos por el paso del tiempo. La casilla junto a la palabra “Vivo” está tachada con bolígrafo, lo que significa que nació vivo, pero una nota garabateada al lado dice: “Fallecido el 30.8.89”. Debajo, con otro bolígrafo, hay una nota que dice que Jacob fue vacunado contra la tuberculosis, a pesar de que aparentemente vivió solo una hora y media. La vacuna se administra por lo general a los pocos días de nacer y hasta los seis meses de edad.
El certificado de defunción dice que murió de asfixia y fue enterrado en el cementerio general. Su madre cree que fue seleccionada cuando estaba embarazada, tal vez incluso desde el momento en que vio a su primer médico. “Ahí le captan y de ahí sale la información. Era como que de arriba empieza. Era joven, creía mucho en todo lo que me decía el médico. A la [Bárbara] la había tenido, no había tenido problemas. Entonces se suponía que íbamos a tener un bebé sano”.
Tapia agrega: “No hay palabras para explicar el dolor que se siente, el dolor al engaño, a la traición. Porque los médicos te traicionan. La gente que me rodeó me traicionó. El dolor, ni imaginarlo. Es tan personal, es tan propio que te juro que a mí me duele el pecho cuando hablo de esto”.
Cuando openDemocracy preguntó al Hospital del Salvador por los bebés de Muñoz y Tapia, la directora Victoria Pinto Henríquez, contestó en una declaración: “En relación a los dos casos planteados por usted, desconocemos antecedentes al respecto”, La directora del Hospital añadió: “Dada la antigüedad de la información solicitada, no existen funcionarios que nos puedan aportar mayores antecedentes sobre dichos registros”. Pinto Henríquez observó que el hospital había realizado búsquedas similares en sus bases de datos y archivos de papel por casos investigados por las autoridades. Pero, dijo, “pese a la búsqueda, tanto en el archivo local de la oficina como en la bodega externa, no fueron encontrados libros de parto de esa fecha y de ninguna otra”.
Desde que salieron a la luz los primeros casos en 2014, por una investigación del medio chileno CIPER, cientos de adoptados criados en el extranjero empezaron a rastrear sus orígenes en Chile mediante pruebas de ADN y la ayuda de grupos chilenos de apoyo Connecting Roots, Hijos y Madres del Silencio y Nos Buscamos, y de las organizaciones europeas Chilean Adoptees Worldwide y Chileadoption.se. En total, estas organizaciones han facilitado más de 700 reunificaciones.
Se encontraron muchas personas adoptadas, víctimas de procedimientos forzados e ilegales, en Estados Unidos, Suecia, Países Bajos, Italia, Alemania y otros países europeos. Hasta ahora, sólo Países Bajos y Suecia abrieron investigaciones sobre el papel que jugaron en las adopciones internacionales. La investigación de Alfaro registra casos de padres extranjeros que pagaron entre 6.500 y 150.000 dólares por adoptar a un niño o niña.
‘El corazón te dice que no está muerto’
Cuando vieron un reportaje de televisión sobre adopciones ilegales en 2019, Tapia y su familia empezaron a buscar activamente a Jacob. Bárbara, que ahora trabaja con Connecting Roots, fue al cementerio a buscar datos de su hermano, pero no había nada. Cuando fue al hospital, le dijeron que los archivos de Jacob habían sido quemados. Pero, dice su madre Mercedes, “nunca sentí que mi hijo murió. Como que el corazón te dice que no, no está muerto”.

Madre e hija, Bárbara (izquierda) y Mercedes Tapia siguen buscando a Jacob
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Naomi Larsson Piñeda / openDemocracy
Para los adoptados, la búsqueda de sus familias biológicas es un proceso largo y complicado que incluye visitar oficinas de registro civil en busca de certificados de nacimiento, rastrear apellidos y pistas en los documentos de identidad. Para las madres es aún más difícil. La documentación es escasa, a menudo no recuerdan los nombres del personal del hospital de hace tantos años, y se ven frenadas en todo momento por una cultura de silencio y negación. En última instancia, lo único que pueden hacer es enviar una muestra de su ADN a sitios como MyHeritage y esperar que su hijo o hija las busque.
A principios de este año, Bustos Oyarzun, que perdió a su hija Pamela recién nacida hace casi medio siglo, presentó una denuncia oficial ante la policía. Ahora su caso es uno de los más de 600 que investiga el Ministerio de Justicia chileno, de un total de 8.000 adopciones sospechosas en el extranjero incluidas inicialmente en la investigación del juez Carroza. Ni el Ministerio ni el juez Jaime Balmaceda, que sustituyó a Carroza en la investigación, respondieron los pedidos de entrevista de openDemocracy.
“Hubo violaciones sistemáticas a los derechos humanos”, dice a openDemocracy el legislador Boris Barrera, quien lideró la comisión del Congreso que investigó el escándalo en 2018. Él asegura que se trató de “una maquinaria de tráfico de niños que se extendió por todo Chile con la misma metodología, usando las mismas formas, los mismos engaños. Fueron delitos cometidos por agentes del Estado”.
Barrera pidió al presidente de Chile, Gabriel Boric, la creación de una comisión de la verdad y reparación y de una base de datos de ADN que permita conectar a las familias. Mientras tanto, se intenta elaborar un protocolo para que los consulados chilenos en todo el mundo faciliten a las personas adoptadas información sobre sus familias biológicas, en caso de que la soliciten, en lugar de obligarlas a viajar a Chile para llevar a cabo la búsqueda.
“Creemos que todo el testimonio de esto debe permanecer en la historia para que nunca más se repita”, dice Barrera.
Muchas de las madres entrevistadas por openDemocracy afirmaron que no buscan justicia ni reparaciones; lo único que quieren es encontrar a sus hijos.
Lo peor es debatirse por las noches, dice Gladys Muñoz, atormentada por preguntas sobre el paradero de su hijo y el tipo de persona en que se convirtió. “Me gustaría sentirlo y pedirle perdón por no haberlo buscado antes”, dice. “Quitarle un hijo a una persona y no darle ninguna explicación es para que uno viva toda la vida con eso. Es como una tortura porque no se puede olvidar. A mí nunca se me ha olvidado. Nunca, nunca”,
“A mí no me interesa velar por la justicia. Porque la justicia no me va a devolver los 30 y tantos años de estar sin hijo”, dice Mercedes Tapia.
Ella espera reencontrarlo antes de que sea tarde. Si muere antes, “me voy a ir con esta pena”.
“El legado mío es para ella [Bárbara] que le diga a Jacob – si algún día aparece – que yo lo amé en silencio y que nunca lo regalé”.