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Mortalidad materna en Honduras: Una emergencia silenciosa durante la pandemia
Cuando el sistema sanitario hondureño se enfocó en pacientes con COVID-19, la atención en salud reproductiva, que ya era muy precaria, empeoró, y como consecuencia los índices de mortalidad materna aumentaron. El año antes de la pandemia, el país registró una tasa de 53 muertes maternas por cada 100,000 nacidos, pero en 2020 la cifra aumentó a 58 muertes.
Texto: Vienna Herrera*
Ilustraciones: Isabella Vaidovits
El 15 de julio de 2020, Leticia Betanco tuvo a su hijo con una partera y poco después, murió de camino a una clínica privada. Leticia no quería ir a un hospital público porque tenía miedo de contagiarse de COVID-19, y morir. Tenía 46 años y vivía en el municipio de Cedros de Francisco Morazán, a unos 85 kilómetros del hospital público más cercano, ubicado en la capital.
Leticia tampoco tenía posibilidades para atender su parto en el sistema privado, su familia se movió hacia allá cuando se complicó porque esa era la única opción que tenía cerca. Su embarazo era de alto riesgo, cuando comenzó a sentir que iba a dar a luz, decidió no decirle a nadie.
Su hija, Sobeyda Betanco, de 22 años, cuenta que ese día Leticia se levantaba muy poco de la cama e iba seguido al baño, poco después le puso llave a su cuarto y le pidió que le llevara un balde porque se sentía adolorida. Cuando Sobeyda y Douglas (el padre del bebé) se enteraron de la situación, intentaron convencerla de ir a un hospital, pero para Leticia el miedo a contraer COVID-19 era más grande, arrodillada en su cama le dijo a su familia que le buscaran una partera. La más cercana se encontraba aproximadamente a veinte minutos en carro, en una comunidad llamada La Guadalupe.
Ese 15 de julio, mientras Leticia luchaba con los dolores de parto, el país sufría el colapso del sistema sanitario y se enfrentaba a la primera ola alta de contagios por COVID-19. En la capital había filas de carros afuera de lugares de venta de tanques de oxígeno, ambulancias circulando a todas horas y noticias de muchos pacientes que morían esperando por entrar a una unidad de cuidados intensivos. Todas las atenciones públicas y privadas sobrepasaron su capacidad máxima.
En la comunidad de la Guadalupe, la partera que recibió a Leticia se llama María Cruz, tiene 96 años, y el parto de Leticia fue uno de los últimos que atendió. Ahora está enferma y no se encuentra disponible para entrevistas, pero su hija Reyna cuenta que desde hace cincuenta años su madre se dedica a la partería: «Para eso hay que tener fuerza, estómago y experiencia», apunta cuando cuenta que es una profesión que ella no retomó.
Reyna explica que su madre hizo lo posible por salvar la vida del bebé de Leticia, que si ella no hubiera actuado a tiempo tanto Leticia como el bebé habrían muerto. Agrega que durante los primeros meses de pandemia su madre atendió muchos casos: «La gente tenía miedo de ir a los hospitales, a veces iban de camino y se regresaban para acá», cuenta.
En el Centro de Salud El Guante —ubicado a unos veinte minutos en transporte de la casa de Leticia y donde ella llevaba sus controles prenatales— la jefa de enfermería Monserrat Mendoza, explica que en ese tiempo se reportaron un aumento de partos comunitarios: «Con la pandemia muchas mujeres decidieron quedarse teniendo su parto de manera comunitaria, el temor al contagio, a estar en el hospital por todo lo que se decía en los primeros meses. Se nos reportó bastantes mujeres que parieron con partera o en clínicas privadas de Talanga», cuenta, y añade que la dirección les exige que procuren que todos los partos sean institucionales, es decir, en hospitales .
La mortalidad materna, un problema que lleva décadas sin resolverse
La Organización Panamericana de la Salud (OPS) dice que las muertes maternas son importantes para los países porque constituyen un «importante indicador del nivel de desarrollo de un país y de la capacidad resolutiva de su sistema de salud».
Datos entregados por una solicitud de transparencia a la Secretaría de Salud (Sesal) detallan que en 2019, Honduras, tenía una tasa de 53 muertes maternas, pero en 2020 esta cifra aumentó a 58, aunque la misma Sesal admite que la cifra podría ser más alta porque no añadieron casos del Hospital Escuela Universitario, ubicado en la capital. Esto representa un retroceso a los avances que tiene el país desde los años 90, cuando Honduras tenía una de las tasas más altas por muertes maternas en Latinoamérica. El Banco Interamericano de Desarrollo señala que había una tasa de 182 casos por cada 100,000 partos.
Solo de enero a septiembre de 2021 hubo 153 muertes maternas, de las cuales 100 eran pacientes positivas por COVID-19, debido a que el sistema inmune de una mujer embarazada se encuentra más débil y por lo tanto, propenso a enfermar gravemente de COVID-19. En comparación, en 2019 la cifra total fue de 92 muertes maternas.
Cuando se declaró la pandemia, el Servicio de Financiamiento Mundial del Banco Mundial publicó un mensaje advirtiendo al Estado de Honduras que la interrupción de todos los servicios esenciales podrían provocar un aumento del 80 % de la mortalidad materna cuando 42,700 mujeres perdieran el acceso a partos institucionales, por lo que era fundamental mantener esos servicios «para evitar esos graves incrementos y cuidar de los logros alcanzados en los últimos años en cuanto a reducción de la mortalidad materna e infantil», según menciona el documento.
El Gobierno de Honduras estaba consciente de esta situación y en abril de 2020 anunciaron que la Sesal, Casa Presidencial y el Fondo de Población de las Naciones Unidas (Unfpa) trabajarían un protocolo de atención prioritaria para mujeres en estado de embarazo durante la emergencia por la pandemia mundial. Sin embargo, este no fue implementado y hasta noviembre de 2021 se tuvo información pública del que anunciaron que apenas se encuentra en una revisión técnica, es decir, aún no se ha implementado.
Cuando el Gobierno anunció ese protocolo en abril, en sus declaraciones mencionaban la importancia de «preparar al personal médico para la teleatención (servicios médicos por vía telefónica) y visitas domiciliarias, con el fin de hacer un plan de parto con las mujeres embarazadas que por temor no visitan los centros de salud y hospitales».
Como suele suceder en Honduras, las mujeres y sus derechos reproductivos fueron olvidados cuando llegó la COVID-19. Después de que el Gobierno decretara la emergencia nacional, la Sesal ordenó que todas las atenciones se dirigieran a pacientes sospechosos de COVID-19 y esto limitó el acceso a los servicios sexuales, reproductivos y maternos que ya eran poco accesibles para muchas mujeres. La Sesal tuvo que remitir un memorándum pidiendo que reabrieran estas atenciones tras la presión de organizaciones de mujeres.
Ana Ligia Chinchilla, ginecóloga del Instituto Hondureño de Seguridad Social (IHSS), le dijo a Contracorriente, en mayo de 2020, que la mayoría de los hospitales y centros de salud atendían controles prenatales únicamente a quienes tenían cuarenta semanas o si pasaban por un embarazo de alto riesgo.
El sistema sanitario enfrentó sin protocolos los picos más altos de la emergencia por COVID-19. Casos como el de una mujer que en marzo de 2020 parió en el portón del Hospital Escuela Universitario porque las restricciones de movilidad le impidieron llegar antes e intentó ingresar por una puerta destinada a casos sospechosos de COVID-19, contribuyeron al pánico colectivo y la desinformación derivó en un miedo muy fuerte en las mujeres embarazadas, lo que provocó que muchas dejaran de asistir a sus controles prenatales.
«No hubo protocolos para dar directrices de qué tipo de atención se iba a dar, qué centros de salud iban a estar disponibles, qué centros asistenciales para este tipo de necesidades iban a seguir teniendo las mujeres. No es cómo que llegaba la pandemia y las mujeres iban a dejar de parir», sostiene Karol Bobadilla, abogada de Optio, una organización que promueve los derechos sexuales y reproductivos de niñas y mujeres en Centroamérica. Karol trabaja en el programa Siempre Vivas, un proyecto de acompañamiento a familias víctimas de mortalidad materna en Honduras.
Ahora en el Gobierno de Honduras nadie quiere hablar sobre mortalidad materna, Contracorriente contactó en varias ocasiones a la Dirección General de Redes Integradas, la unidad de la Sesal a la que el medio fue remitido para obtener una entrevista sobre el tema, pero las solicitudes nunca fueron respondidas.
A pesar de que la mayoría de los países de Latinoamérica priorizaron la vacunación de embarazadas junto a los grupos de personas con comorbilidades vulnerables a sufrir una enfermedad grave por COVID-19, en Honduras comenzaron la vacunación hasta agosto, cuando el rango de edad ya había disminuido a los 18 años. La última cifra indica que hasta la primera semana de noviembre la Sesal registró 65,825 mujeres embarazadas vacunadas de una meta de 149,000 mujeres.
Las mujeres en zonas rurales, más propensas a una muerte materna
La mayoría de los casos de mortalidad materna provienen de zonas rurales. La organización Optio identifica en un análisis de datos de 2009 a 2019, que el 90 % de las mujeres y niñas fallecidas procedían del área rural y solo el 33.3 % logró recibir atención en un hospital de especialidades capacitado para dar respuesta de calidad a estos casos de alta complejidad médica.
La enfermera Mendoza añade que cuando reciben embarazos de alto riesgo, la norma de la Sesal indica que deben referirlas a un hospital público: «Pero las personas no siempre van por el dinero que requiere moverse y continúan sus controles acá y hacemos lo que se puede. Aquí es atendida por el médico general, recibe por lo menos cinco controles en una atención integral».
Cuando Leticia llegó al centro de salud en abril de 2020, fue remitida de inmediato al Hospital Escuela Universitario porque su edad le representaba un embarazo de alto riesgo, pero era el primer mes de la pandemia y por las restricciones de movilidad que buscaban contener los casos positivos, no había transporte y por eso continuó sus controles en esa zona.
«A las 37 semanas para su atención del parto, siempre a las embarazadas se les extiende su referencia y se les explica que cuando inicie la labor de parto o en las fechas probables estén cerca de Tegucigalpa— si tienen algún familiar— o que estén preparadas, incluso se llena un formato de plan de parto que se les adjunta en el carnet de ella en el que se le pregunta donde tendrán su parto, quién las va a acompañar», añade Mendoza.
Sobeyda cuenta que desde antes de la emergencia sanitaria era común que muchas mujeres prefirieran buscar una partera. Pero en su mayoría las mujeres van al hospital a menos que el parto llegue de sorpresa y sin tiempo de moverse hacía un hospital público cercano: «Uno no tiene dinero para pagar un carro o ambulancia. Cuando a mí me ha tocado mejor me voy unos días antes porque se me sube la presión y son partos de alto riesgo», añade Sobeyda.
En todo el municipio de Cedros existen nueve centros de salud y dos de ellos funcionan de forma descentralizada, entre estos está El Guante. Leticia no asistía a sus controles en el centro de salud que le correspondía. Sobeyda explica que decidían movilizarse al de Guante, aunque esto implicaba un gasto económico en transporte y caminaban un tramo para llegar, porque la atención era completamente gratuita, de mejor calidad y con mayor cantidad de cupos a diario. La enfermera Mendoza explica que la mayoría de las mujeres embarazadas que reciben provienen de comunidades que no son del área de influencia geográfica.
La doctora Marianela Martínez, del proyecto Siempre Vivas, señala que las mujeres que viven en zonas rurales tienen un mayor riesgo de sufrir una muerte materna «porque en esas comunidades no hay centros de salud o es una unidad de salud manejada generalmente por alguna auxiliar de enfermería, que hacen un esfuerzo sobrehumano para poder atender a estas mujeres (…) además alquilar un carro puede costar 3000 lempiras (120 dólares) por llevar a una persona de una montaña al hospital cercano, y ese es un precio prohibitivo para la mayor parte de la población».
Otra de las dificultades que enfrentan las personas de las áreas rurales es que cuando ocurre una muerte materna, ya sea en su zona o en un hospital público, la información que proporcionan a sus familiares es bastante escueta. La abogada Bobadilla cuenta que «uno de los hallazgos de la organización es que al acercarse a las familias se dieron cuenta que muchas no sabían ni de qué había muerto su familiar, que eso también es parte fundamental para cerrar el duelo. No les explican a detalle qué pasó, en qué momento se pusieron mal, que hicieron los médicos para poder salvarla, porque no funcionó eso».
La psicóloga del proyecto Siempre Vivas, Iris Romero, añade que desconocer la causa de la muerte materna potencializa el duelo en las familias «Sanar no es olvidar a nuestro familiar, es incorporar a nuestra historia cómo sucedió, pero ¿cómo incorporamos algo que no sabemos cómo pasó?».
Romero añade que es necesario implementar un protocolo de abordaje para familiares de víctimas de mortalidad materna: «Que sepa que su familiar murió tranquila, que no murió gritando, que tuvo tiempo para hablar con Dios, es importantísimo en procesos de duelo para quienes tienen estas creencias».
Para la doctora Martínez una muerte materna, «es una tragedia en todo sentido porque está esa ilusión de la maternidad o también el hecho de que es una mujer previamente sana, y que le mencionen a la persona que falleció en donde tenía que estar segura o en una circunstancia en donde generalmente la gente no muere, para la sociedad eso es inconcebible».
La solución a las muertes maternas
La Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que la mayoría de muertes maternas son evitables. La Confederación Internacional de Matronas (CIM), en alianza con el Unfpa y OMS, en su informe «El estado de las parteras en el mundo, 2021» señalan que las intervenciones prestadas por parteras podrían evitar el 40 % de las muertes maternas.
En Honduras la partería no está regulada y eso contribuye a la estigmatización y precarización de su trabajo. En la década de los 90 la Sesal se dedicó a capacitar a las parteras para que tomaran medidas de higiene adecuadas e identificaran casos en donde las mujeres debían ser derivadas a un hospital. María Cruz, la partera de Leticia, recibió esas capacitaciones, su hija Reyna cuenta que incluso aún conserva el carnet que le otorgaron, pero que desde ese momento no volvió a recibir apoyo del Estado para continuar con su labor.
Muchas mujeres buscan parteras por dificultades económicas, pero también para evitar la violencia obstétrica por ser pobres o indígenas. «Les permite estar cerca de sus casas con su familia y hay mayor intimidad en el trato, muy diferente a estar sola en una sala», sostiene la doctora Martínez.
Para la doctora Martínez las medidas que busquen reducir la mortalidad materna deben ser interseccionales: «No solo es de construir la clínica en el área rural o hacerles un laboratorio, sino de capacitar de forma constante al personal, dar insumos de buena calidad, que la preparación del personal sea óptima. También necesitamos educación sexual integral, invertir en infraestructura y hay que considerar la despenalización del aborto por tres causales», asegura Martínez.
La doctora Martínez dice que la partería debe ser una profesión regulada en Honduras: «Ser partera en otros países es una profesión y para el manejo de partos sin complicaciones me parece que debería implementarse en el país. Es una urgencia, las parteras no van a ir a ninguna parte, las mujeres que desean tener con partera no van a ir a ninguna parte, así que le toca a la Sesal y a todo el equipo multidisciplinario regular esta actividad y tenerla cerca, darle un buen seguimiento», señala.
Las consecuencias siempre sobre las mujeres
El 15 de julio de 2021, Sobeyda se encontraba en un conflicto de emociones. Mientras celebraban el primer año del hijo de Leticia, recordaban también que ese día su madre cumplía un año de haber muerto.
Cuando Leticia murió, a Sobeyda le costó entender la noticia. Dice que recuerda andar una camisa roja, que el impacto de la muerte de su madre fue tan fuerte que no pensó en cambiarse hasta que una tía se lo dijo, poco antes de la vela. En un momento estaba haciendo café para recibir a Leticia y al siguiente, se encontraba pensando en todos los arreglos funerarios. No sabía cómo dar la noticia a sus hermanos y en ese momento, tampoco entendió lo que significaría para su vida esa muerte.
Sobeyda tiene dos hijos, uno de dos años y otro de cinco, pero tras la muerte de Leticia ha tenido que asumir los cuidados de sus dos hermanos menores. Mientras su pareja busca el sustento afuera dedicándose a la agricultura, ella todo el día se dedica a las labores domésticas.
Cuando Leticia murió, Sobeyda tenía cinco meses de haber tenido a su segundo hijo y por eso, decidió amamantar al recién nacido que dejó Leticia: «Para mí era difícil porque en el día le daba a uno y en la noche al otro, no dormía bien y me provino una anemia de eso».
La psicóloga Romero señala que un elemento devastador tras una muerte materna es que las hijas mayores asuman el rol de madre en todas las dimensiones de una sociedad estereotipada: es la que provee y la que resuelve todo lo de la casa: «Más allá de que refuerzan los estereotipos de género, esta desconfiguración trastoca la vida de las mujeres que, al lado de eso, tienen que luchar por un duelo (…) no puede haber una sanación emocional o de resolución de duelo cuando tenés cargas adicionales por consecuencia de esa mortalidad materna».
Para Sobeyda la vida no ha sido fácil, estudió solo la primaria porque tuvo que mudarse con su papá después de que una pareja de su mamá intentara abusar de ella, su madre pensó que estaría más segura fuera de la zona. A los 13 años se dedicó al trabajo doméstico en una casa en Tegucigalpa y luego trabajó en una panadería haciendo donas, cada trabajo más explotador que el otro. Por eso Sobeyda decidió regresar a Cedros donde por un tiempo intentó vender empanadas y donas, que cuando le iba bien apenas le ganaba 100 lempiras en todo un día de trabajo (4 dólares).
En agosto Sobeyda visitó por segunda vez en el año la tumba de su madre, cuenta que a veces su hermano menor le pide ir al cementerio: «Yo sé que ya no la vamos a volver a ver, pero sé que está ahí», le dice. Cuando están frente a la tumba, Sobeyda no se detiene en sus labores, la limpia y acomoda sus adornos. Sobeyda se detiene apenas unos segundos a ver un arreglo donde la foto de Leticia se ha desvanecido casi por completo, lo quita y, en silencio, como ha decidido conservar su dolor, coloca unas flores en su lugar.