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Mujeres borradas con ácido: “Que se vea la cicatriz”
Se niegan a esconderse y, armadas de coraje, las víctimas de ataques con líquidos corrosivos dan la cara contra la impunidad y la falta de atención en México. Se resisten a la discriminación social y laboral, a vivir en la trastienda de las cifras ocultas
Las jóvenes que fueron ya no existen. Están muertas. Y no descansan en paz. En su lugar hay otras. Mujeres desdibujadas que aparecen cada día ante el espejo en un flashback incesante de la violencia. Extrañas que viven en el diván –con miedo, insomnio, pesadillas– y rondan los tribunales. De cirugía en cirugía y en tratamientos dermatológicos sin fin. Son otras. Pruebas ambulantes de un crimen atroz que las deja marcadas de por vida.
Desde que sufrió el ataque con ácido en 1988 cuando tenía 20 años, Alejandra Tovar desapareció para siempre. “Fue un padre al hospital, me dio los santos óleos”. Desde entonces sólo usa su primer nombre. Ahora es María. “El ácido te llega hasta lo más profundo, te deshace. Mi nariz era el hueso, así como se ve un cráneo de calaca”. Los cirujanos le hicieron otra nariz con un trozo de una de sus costillas y un pedazo de cartílago de las orejas. “La primera vez que me vi en el espejo, me quería matar”. Lo intentó sin éxito. Sus padres lo impidieron.
La reacción de Yazmín Hernández Soria, un año mayor que Alejandra en el momento de la agresión en 2021, fue diferente. Al volver a casa, tras cinco semanas de hospitalización, se deshizo de todas sus fotos y del maquillaje. “Me dije: ¿para qué lo quiero si ya no me voy a arreglar?… Yo parecía que traía chapopote [asfalto en náhuatl] en toda la piel. Te sientes atrapada en un cuerpo que dices: Yo no soy así”. Pasó un año sin poder trabajar. “Después del panorama que iba a perder toda la cara, pues nada más fue la oreja izquierda”. Nada más. Yazmín lleva tatuada la palabra Nankurunaisa en el brazo derecho. Significa “Todo va a estar bien” en un dialecto de Japón.
Elisabeth Xolalpa, agredida veinte años antes por su expareja, sufrió quemaduras de tercer y cuarto grado en el 40% de la superficie corporal. Entonces tenía 18 años y un bebé del agresor. Se encerró los tres años siguientes en su casa en Xochimilco, al sur de Ciudad de México. “De hecho, hasta la fecha no me gusta mucho salir porque todavía, a veces, siento las miradas de morbo por mi aspecto”. Elisa, como la llaman, habla desde su propio terreno, donde cultiva plantas de flores: cempasúchitl, para el Día de Muertos, y nochebuenas para Navidad.
Además de las secuelas funcionales –Elisa y María todavía no pueden cerrar bien los párpados– “el estrés postraumático significa vivir permanentemente en un estado de alerta, de ansiedad, de depresión, de fobia a salir a la calle, de la mirada pública. Y, por supuesto, hay un miedo a que se repita el suceso”, explica la psicóloga Yazmín Ramírez, que atiende a cinco víctimas. “La imagen se ha fracturado. Es difícil para muchos entender cómo ellas ven borrada su identidad, es un proceso que cognitivamente no alcanzamos a dimensionar. Esa que era ya no es y, además, la marca es social. Está ahí presente hacia fuera”.
Un ataque con ácido es un terremoto que descuadra todo. Por dentro y por fuera. “El cuerpo queda con una marca física, pero sobre todo con un sistema nervioso destrozado”. Y el cuestionamiento social es terrible –¿por qué no lo dejó, por qué no se fue? – revictimizando y señalando a la mujer como la responsable de ese suceso”, agrega Ramírez. “La mayoría de ellas vive con dolor físico y emocional, con un proyecto de vida interrumpido indefinidamente. El cuadro es perfecto para dejar de tener la voluntad de vivir”.
No es todo. A eso se suma el impacto a nivel familiar y económico más la discriminación social y laboral. Es un crimen en el que se condena a la víctima. La mayoría pierde su trabajo y les cuesta conseguir otro. El viejo requisito de “buena presencia” sigue vigente. En una farmacia rechazaron a María porque el empleo era para el servicio al público. “¿Y eso qué tiene?”, respondió ella. “Se quedó pensando y me dijo: ‘Es por tu aspecto”. Como si fuera poco ser suspendidas y canceladas, la probabilidad de encontrar justicia es mínima.
Carmen Sánchez es una víctima peculiar. La joven del estado de México a la que su agresor dejaba encerrada bajo llave como si fuera una mascota, quedó sepultada en 2014 cuando tenía 29 años. “Yo era un monstruo, algo anormal, nunca había visto alguien así, ni siquiera los que estaban quemados en el mismo hospital”. En su lugar, hay una obstinada activista, que domina los términos jurídicos como si fuera abogada y se empecinó en “arrancarle un pedazo de justicia al Estado”, como ella dice.
“Intenté hacerme daño, rompí el espejo del hospital. Fue muy duro, lloré mucho, pero también ese día le pedí a Dios: ‘Si me vas a dar la oportunidad de salir de este hospital quiero que me permitas tener una vida de calidad’. No quiero vivir avergonzada, no quiero que mis hijas se avergüencen de mí. Y también ese día dije: ‘Si voy a vivir, lo voy a encontrar así se esconda debajo de las piedras. Él va a pagar el daño que les hizo a mis hijas y que me hizo a mí’. ¡Me aferré tanto a eso!”.
El ataque ocurrió en la casa de su madre en Ixtapaluca, en el Estado de México, donde había buscado refugio cuando lo dejó. Su primer amor, su expareja, la había golpeado antes. “Entre más iban pasando los años él se volvía más violento”. Lo había denunciado tres veces y no le prestaron mayor atención. En una ocasión, le hundió un cuchillo en el estómago. También había secuestrado a sus hijas en dos oportunidades. Cuando vio que la decisión de Carmen de dejarlo era irrevocable, recurrió al ácido.
Han sido necesarias más de 60 cirugías. Entre ellas, un trasplante de piel de su propio muslo para reconstruir el cuello. “Yo perdí la nariz, la boca, esto de hecho –aquí donde está esta cicatriz (se toca la quijada)– quedó pegado al hombro”. El daño masivo y ocho meses de hospitalización no fueron suficientes para que las autoridades actuaran. Ser víctima de violencia extrema no garantiza medidas de protección ni celeridad. “Cuando salí del hospital pesaba 34 kilos”. Y el agresor estaba en libertad. Durante años Carmen vivió con miedo, pero finalmente lograría lo que se propuso el día que vio a otra mujer en el espejo.
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Todas han pasado por lo mismo, con distintos matices. Conocen en carne propia el dolor inenarrable del ácido sobre la piel, deshaciendo la dermis y la epidermis, músculos, párpados, labios, huesos, nervios. “No hay palabras”, dice María, “sientes que te estás muriendo en vida”. Lo sorprendente no es que se quiebren sino cómo se levantan, cómo se sobreponen. En mayor o menor grado, están desfiguradas, aunque menos de lo que estaban antes del bisturí, los trasplantes de piel y los tratamientos con parches de plata y láser.
Y, sin embargo, no se esconden. Por el contrario. María posa de frente a la cámara y gira con la naturalidad de una modelo. De pronto, se descubre los hombros y propone: “Que se vea la cicatriz”. Ninguna pierde de vista su objetivo. Quieren que las veamos. Cada una a su manera: con cierta incomodidad, timidez o desenfado. Que las miremos bien, de frente, y sepamos que esto ha ocurrido y sigue ocurriendo en México. No son cosas que pasan nada más en la India o Afganistán.
Pero, especialmente, quieren justicia. Exigen cambios legales para que se impongan condenas más fuertes a este delito con fuertes tintes machistas. Los ataques con ácido suelen ser tipificados en el país como “lesiones” o “violencia Familiar”, con penas relativamente bajas, multas ridículas y enormes posibilidades de que los agresores queden en libertad.
“Hay desconocimiento de los casos porque es algo feo, hay un profundo rechazo a saber más”, sostiene la psicóloga Yazmín Ramírez. “Cuando publicas una noticia de cualquier tontería recibe muchos likes; cuando publicas una noticia relacionada a los ataques con ácido no hay reacciones. A la gente no le gusta, la gente no quiere saber que eso pasa”.
Hablar del tema, “es el primer paso para reconocer la problemática y determinar medidas para su prevención”, señala Belén Sanz, representante de ONU Mujeres en México, “porque de acuerdo con la evidencia, esta conducta en la mayoría de las ocasiones sucede en un contexto de violencia y discriminación contra las mujeres”.
En todas ellas, hay una mezcla de vulnerabilidad y fortaleza conmovedora. En un mundo obsesionado con la belleza, estas víctimas dan la cara ante el vacío del Estado para denunciar el maltrato institucional y la negligencia con la que manejan sus casos. Se resisten a ser revictimizadas por la sociedad y por el sistema de administración de justicia. No tendrían por qué hacerlo si el Estado cumpliera con sus obligaciones. Pero se han visto obligadas, lo cual no deja de ser otro acto de violencia. La justicia mexicana no tiene prisa.
Se estima que más de 90% de los ataques con ácido quedan en la impunidad. De los 43 casos de mujeres víctimas de este delito identificadas por la Fundación Carmen Sánchez (FCS), creada en 2021 por Sánchez y la activista Ximena Canseco, sólo hay cuatro agresores “vinculados a proceso”. Los otros 40 duermen tranquilos.
“No hay información estadística ni tampoco estudios diagnósticos que permitan evidenciar la gravedad y la complejidad del problema, que lleva ocurriendo al menos tres décadas”, advierte Ximena. “Aunque los datos que manejamos no son cifras reales que permitan reflejar la magnitud, sirven para empezar a documentar de una forma rigurosa este tipo de delitos”. Las estadísticas oficiales son incompletas y divergentes.
Un organismo especializado como la Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la Violencia contra las Mujeres (CONAVIM) informa de 908 casos de mujeres “agredidas o amenazadas con causarles daño con ácido o algún químico similar como gasolina o diesel” desde 2016. No se diferencia cuántos fueron ataques y cuántos amenazas. “En lo que va del 2023, con corte al 13 de julio, se han registrado 109 casos”.
Ni Carmen Sánchez ni Yazmín Hernández aparecen en las cifras de la Secretaría de Salud, que registra 126 ingresos por “agresión con sustancias corrosivas” en los últimos 13 años (data de Egresos Hospitalarios, obtenidos a través de la Plataforma Nacional de Transparencia): 79 hombres (63%) y 47 mujeres (37%), 13 de ellas menores de edad.
Esta proporción contradice la tendencia mundial. Las mujeres son el blanco de 80% de los 1.500 ataques que se registran anualmente en el mundo, según la organización Acid Survivors Trust International (ASTI). La FCS registra lo mismo en México.
“Hay mucha cifra negra”, afirma Lucía Núñez, abogada y miembro del Centro de Investigadoras de Estudios de Género (CIEG) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). “Para abordar cualquier política pública se necesita conocer la dimensión del problema y para llegar ahí, hay que tener una idea más o menos cercana de cuál es la situación”.
En La Letra Escarlata, del novelista Nathaniel Hawthorne, la protagonista, Hester Prynne, es condenada a llevar una A por adúltera. En el caso de las mujeres atacadas con ácido, su letra escarlata es la desfiguración. El pecado: querer ser libres. “Dentro del patriarcado, no es lógico que las mujeres decidan emanciparse. Es un desacato “, sostiene Canseco. “Más de la mitad de los agresores han sido parejas y exparejas. El momento más crítico es cuando deciden plantear la ruptura y no tienen medidas de protección por parte del Estado ni redes de apoyo”.
Así sucedió en los casos de Carmen y Elisa. Y, tal vez, en los de María y Yazmín, aunque no directamente sino por encargo. Ellas no están seguras, pero tampoco lo descartan. El novio de María, raptada por tres personas encapuchadas, era sumamente celoso. Vivió con ella después del ataque y tuvieron una hija. Al año se fue y nunca más volvió. El exmarido de Yazmín, agredida por una desconocida en la calle, la golpeaba y le había quitado al niño que tuvieron juntos. Las autoridades lo exoneraron porque no estaba en la ciudad. ¿Fueron ellos? ¿Una mujer celosa? Viven con esa duda.
Los pocos responsables que van a juicio y llegan a admitir el delito suelen argumentar que no tenían intenciones de matar. Sólo querían hacer daño, un daño doloroso, profundo y permanente; marcarlas de por vida como un animal de su propiedad.
Adriana Reyes Flores, especialista en Psicología Clínica y Legal, que realizó el dictamen pericial en el juicio de Carmen Sánchez, lo rebate. “No mueren ciento por ciento de las víctimas, pero el riesgo sí existe. Pueden morir si el ácido llega a la tráquea, al canal digestivo, al estómago. También por sepsis: las quemaduras abiertas se infectan y eso puede hacer que haya una infección generalizada en el organismo. Y en cada operación a la que se someten, está el riesgo de la anestesia”.
En abril de este año, Matilde Jiménez Medrano, de 30 años, falleció un mes después de que su exmarido la agrediera con ácido en Bolivia.
Pero hay otras maneras de morir. “Desde mi perspectiva, hay una muerte real. Cuando una mujer es atacada con ácido sí existe una muerte de su identidad, de su manera de vida, de su plan de vida. A final de cuentas, lo que se busca es precisamente borrarla”, sostiene Carolina Hernández, abogada defensora de Sánchez.
Muchas víctimas demandan que se tipifique este delito como “intento de feminicidio”. Para Hernández, “la principal reforma que debe haber es que sea reconocido como un delito trascendente. El Ministerio Público no sabe cómo calificarlo y las penalidades por lesiones son mucho menores a una pena de homicidio o feminicidio. Este tipo de delito realmente debería de ser clasificado como feminicidio en grado de tentativa o, en el peor de los casos, como homicidio en grado de tentativa”.
Hasta el momento, se han aprobado reformas o leyes para endurecer las condenas en 8 de los 32 Estados de México. La más reciente en Puebla, donde en marzo se aprobó un cambio en el Código Penal, que los tipifica como “tentativa de feminicidio”, con penas de 25 a 40 años de prisión.
“No se necesitaría un tipo penal específico si hubiera gente capacitada y sensibilizada para este tipo de ataques pero no hay”, advierte Núñez. “Parece que tenemos que hacerlos entender a punta de codigazos”.
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La violencia no se acaba después del ataque, sólo cambia de rostro. Se transforma y se multiplica. Las historias de estas cuatro mujeres hablan de expedientes perdidos, investigaciones inexistentes, carpetas mal instruidas, órdenes de captura no ejecutadas, fiscales incompetentes y funcionarios inconmovibles. Para comenzar, a ninguna le notificaron lo básico, que tenían derecho a un defensor público. En ocasiones, las víctimas, y sus familias, se convierten en sus propios detectives, fiscales y abogadas.
A Yasmín Hernández la llamaron para hacer el retrato hablado de su agresora un año después de la denuncia. “Yo pedía mucho que revisaran las cámaras del sector, me dijeron que no se podía. Dos de mis hermanas se movieron y pidieron los videos de casas, oficinas, y sí se los dieron”.
El ataque a Elisa Xolalpa, amarrada antes de ser rociada con ácido, se calificó como “lesiones”. Su expareja no fue arrestada; 18 años más tarde volvió a Xochimilco y comenzó a amenazarla. Sólo entonces lo detuvieron por “violencia familiar”. Tras dos décadas en un laberinto legal, Elisa consiguió reactivar la causa de 2001 como “intento de homicidio”.
El expediente de Carmen Sánchez estuvo extraviado por años. La orden de captura contra su expareja tardó siete años en ser ejecutada. La mayor parte de ese tiempo no hubo medidas de protección para ella ni para sus dos hijas. En el caso de María López, “la persona que estaba a cargo le pidió dinero a mi papá por cosas que se necesitarían para dar seguimiento. ¿De dónde iba a sacar el dinero si trabajábamos día con día para poder salir adelante? El proceso quedó en el olvido”.
En esa galaxia de indiferencia, Carmen se convirtió en una suerte de astronauta. Logró la hazaña de llegar a esa luna lejana que es la justicia para las víctimas de ataques con ácido en México. Después de más de nueve años de lucha, el hombre que la desfiguró con abundante ácido marca Aderli fue condenado a 46,8 años de prisión por “femicidio en grado de tentativa”.
Habían pasado más de tres mil días desde el ataque. La histórica sentencia contra Efrén García Ramírez, ratificada el 29 de agosto pasado en un tribunal de Texcoco, Estado de México, no tiene precedentes en el país. Ni en América Latina. Efrén casi la mata. Pero no fue el único que le hizo daño.
En el camino, se violaron sus derechos de acceso a la justicia, “en su modalidad de procuración”, así como a una vida libre de violencia y se vulneró “el interés superior de la niñez” en agravio de sus dos hijas. Así lo determinó la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), en una medida a su favor en 2019. Doce fiscales incurrieron en “responsabilidad en el desempeño de su trabajo”.
El primero, encargado de tomar la declaración al día siguiente del ataque en el hospital, asentó en su informe que las lesiones de Carmen no ponían en peligro la vida cuando la nota médica de ingreso precisaba: “Pronóstico malo para la vida, la función y la estética”. Los fiscales minimizaron su caso. No uno o dos, doce. Esta cifra habla más de un patrón que de una excepción.
Carolina Hernández lo atribuye, en parte, a la saturación del sistema y los bajos salarios. “Hay ministerios públicos en las agencias especializadas de violencia de género, que atienden cada mes alrededor de 200 asuntos”. Lucía Núñez asoma otro factor: el amiguismo en la selección de jueces que no están capacitados. “Entonces no saben ni qué es género”.
Carmen había acudido un año antes al organismo de una manera tan audaz que habla de su talante. Un día abordó directamente al presidente de la CNDH, Luis González Pérez, cuando se disponía a salir después de intervenir en un evento. “Me paré enfrente, me quité la mascada (pañuelo) y los lentes oscuros con los que me tapaba la cara y le pedí ayuda”. Le sorprendió su reacción: “Él me respondió: ‘¿Me permite darle un abrazo?’ Y me dijo que fuera a la comisión, que me iban a atender”.
Su defensora, Carolina Hernández, atribuye el final excepcional del juicio a “la persistencia de Carmen y a la recomendación de la Comisión. Sin eso, no hubiéramos llegado ni siquiera a la ejecución de la orden de aprehensión”.
La CNDH aprobó después otra recomendación en favor de María Elena Ríos, atacada en Oaxaca, en 2019, por un exdiputado local que fue su pareja. En su caso, 17 funcionarios locales vulneraron sus derechos. Elisa Xolalpa también logró una medida de parte de la Comisión de Derechos Humanos de Ciudad de México. “Acceder a la justicia y a la verdad es muy doloroso para nosotras como víctimas; y también duele mucho la indiferencia de las autoridades, porque nosotras ya vamos muy vulneradas”.
Únicamente en otros dos casos, de los 43 registrados por la fundación, ha habido sentencias. Una de 24 años por “intento de homicidio” para el yerno de Martha Ávila, reducida a 8 años al declararse culpable; y otra por “violencia familiar” para el agresor de una maestra en Puebla. “La pena máxima por este delito son seis años y quedó libre con fianza porque era menos de tres años”, señala Ximena.
María López vivió 34 años en el silencio. Durante ese tiempo supuso que no había más víctimas de ataques con ácido en México. “Yo pensaba que era la única. Apenas me enteré el año pasado. Estaba viendo la televisión y salió Esmeralda (Millán, víctima de Puebla). Ella habló de la Fundación y fue como me di cuenta de que había otras personas”. Se puso en contacto vía Facebook y Ximena le respondió.
“Desde ahí cambiaron muchas cosas para mí”. Conoció a Carmen –”la mujer par”, como dice la psicóloga Yazmín Ramírez– y a otras víctimas. “Sabíamos de lo que estábamos hablando; ha sido una comunión muy bonita. Me ha ayudado muchísimo, me asignaron una psicóloga. Este tipo de agresiones te dejan en el encierro. No quieres salir, te señalan. Me afectaban mucho las miradas imprudentes, pero sobre todo había a veces burlas. En los trabajos, no se diga”.
Carmen Sánchez sostiene que no habría logrado nada sin la solidaridad de otras personas. “Yo sola no hubiera podido salir jamás, o sea, me hubiera muerto”. Eso la impulsó a crear la fundación. “Las redes de mujeres me salvaron a mí. Me dije: ¿por qué no vamos a salvar a otra mujer?”. Su encuentro con Ximena Canseco, una historiadora de 25 años, fue fundamental. Enseguida, abandonó su trabajo en el Museo de la Tolerancia en Ciudad de México, y entre las dos crearon la organización.
La fundación acompaña actualmente a nueve víctimas con asesoría legal y médica. No tienen recursos más allá de algunas donaciones eventuales, pero han logrado atraer a especialistas que ayudan voluntariamente a las víctimas: abogadas, psicólogas, médicos especialistas. La dermatóloga Isela Méndez, por ejemplo, atiende a 13 en su clínica de Polanco. Son tratamientos necesarios y costosos que no cubre la medicina pública ni los seguros privados.
“La primera (víctima) llegó en privado”, en 2018. Era una estudiante de 21 años, con recursos, que estuvo siete meses hospitalizada. Había sido atacada con una mezcla de siete ácidos. “Tenía 80% por ciento de la superficie quemada”. Méndez se ofreció a ayudar a otras. ¿Por qué? “No más de verlas”.
Lucía Núñez cuestiona la manera como el Estado se desentiende de estas mujeres. “Muchas veces te dejan así. Te atendieron y ya, pero la víctima toda la vida va a estar en reconstrucciones y eso es oneroso. No hay una política pública, no se está poniendo el foco en este tipo de atenciones en el ámbito de la salud. Todo bien con que la sociedad civil participe, pero esta es una obligación del Estado”.
Ximena insiste en que el ataque con ácido no es algo aislado. “Tienen que verse como un continuo de violencia a lo largo de la vida de estas mujeres. Y, en un nivel macro, tienen que entenderse dentro del contexto de violencia generalizada contra las mujeres en México”.
Con el tiempo, algunas víctimas comprenden que soportaron los maltratos de sus compañeros porque lo veían como algo natural. “Se me hizo muy fácil normalizar las violencias que yo empecé a vivir con Efrén porque yo ya las había vivido en mi familia”, reflexiona Carmen. Para Elisa también era algo familiar: “Yo la normalicé desde pequeña porque mi papá fue un hombre agresivo conmigo. En su momento, quería escapar de ese núcleo de violencia y me fui a otro”.
Más de 35 millones de mexicanas mayores de 15 años (70,1% del total), han experimentado situaciones de violencia a lo largo de su vida, según una encuesta del Instituto de Estadísticas, INEGI. Seis de cada 10 la han vivido en el ámbito familiar y cuatro de cada 10 –es decir, 20 millones– en relaciones de pareja.
“No me gusta tener que agarrar fuerzas para enfrentar esto, pero yo sigo y voy a seguir porque quiero que sepan quién fue, quién es, Elisa y qué está haciendo para cambiar ese sistema”.