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Nuevo año lleno de temores
Juan Rodríguez salió de debajo del automóvil GMC Envoy plateado y comenzó a limpiarse el sudor de la cara con uno de los paños blancos que guarda en su garaje.
Como mecánico automotriz independiente, había terminado un buen día de trabajo, pero su usual sonrisa había desaparecido.
“Hemos tenido algo de armonía en la casa últimamente, más tranquilidad”, dijo Juan, rompiendo su largo silencio de esa tarde, aunque apenas parecía tranquilo.
Cambió la tela blanca por una manchada y comenzó a limpiarse las manos grasientas. Hizo una pausa y, sin apartar los ojos de sus dedos, explicó lo que le estaba molestando durante días: “El problema es que ya estamos en noviembre, y desde que llegó este mes, me siento como si estuviera despertando de un sueño. Mis noches se han convertido en pesadillas porque la cuenta atrás ha comenzado para mí otra vez”.
Juan ha estado trabajando legalmente en Houston y pagando impuestos durante años, siendo el principal sostén de su esposa Celia y sus tres hijas, Karen, Rebecca y Kimberly, todas ciudadanas estadounidenses. Todos los años se presentaba ante funcionarios de inmigración.
Juan, un inmigrante indocumentado de El Salvador, fue beneficiario de la llamada “discreción procesal” bajo la administración Obama para personas con familias y sin antecedentes penales. Pero todo eso cambió con la ofensiva de la administración Trump contra la inmigración ilegal.
Cuando Juan se presentó para su chequeo anual en febrero, los funcionarios de Inmigración y Aduanas le dijeron que sería deportado. No más discreción.
Juan pidió tiempo para poder ver a Karen graduarse de la escuela secundaria en junio, cuando el Chronicle y el New York Times contaron la historia de la familia y su caso se convirtió en una causa célebre en la comunidad legal de Houston.
La Asociación de Abogados Hispanos culpó a la administración Trump de ejecutar “devastadoras desintegraciones familiares” y señaló que abogados hispanos, liderados por el ex juez de la Corte Suprema de Texas David Medina, presentaron una demanda para bloquear la deportación en una corte federal, lo que impulsó la concesión de otra prórroga de la deportación. El caso, aunque no procedió, logró el propósito de permitir que Juan permaneciera en el país mientras continuaba el proceso de solicitud de asilo en una corte de inmigración.
Pero ahora ICE le ha ordenado presentarse el 10 de enero para su posible deportación, con las maniobras legales agotándose.
“Esa va a ser la tercera vez desde febrero, y ya sabes lo que dicen sobre el número tres”, expresó Juan con una leve sonrisa cruzando sus labios. “No sabes lo que va a pasar, pero solo rezo para que Celia y las niñas sigan viviendo el sueño del que yo ya desperté “.
Juan salió del garaje hacia la cocina de su casa cerca de la Universidad de Houston. Celia estaba allí, revolviendo una olla de atole salvadoreño. Ella acarició la mejilla de su esposo, pero Juan se fue directamente a su habitación sin decir una palabra. No quería que su esposa notara su preocupación.
Pero Celia sabe. Ella se sentó en la mesa de la cocina en silencio y se cubrió la cara con las manos. Lágrimas comenzaron a deslizarse por debajo de sus dedos. Cogió una toalla de papel de la mesa y se tapó la cara.
“No hablamos de estas cosas en casa, pero sé que todos estamos nerviosos”, dijo Celia, todavía cubriendo su rostro.
Ella había sido diagnosticada recientemente con depresión severa. Karen, de 19 años y estudiante de la Universidad de Houston Downtown; Rebecca, de 16 y en la escuela secundaria; y Kimberly, de 11 años en el sexto grado, reciben todas consejería psicológica.
Celia dice que tiene que controlarse constantemente para evitar mostrar sus emociones. Cada vez que aparecen noticias de inmigración en la televisión, ella tiene que salir de la habitación. “Cuando uno ve sufrir a las familias”, dice, “es inevitable llorar porque uno tiene el dolor a flor de piel, y uno ve la misma agonía que estamos viviendo nosotros”.
***
Celia y Juan se hicieron novios en La Unión, una ciudad costera salvadoreña que la naturaleza pinta con exuberancia en las densas arboledas de montañas y volcanes, mientras las pandillas con certeza aterrorizan calles tornándolas de rojo. Regresar a este lugar como un deportado después de tantos años en Estados Unidos, teme Juan, podría ser algo parecido a una sentencia de muerte.
Celia dejó La Unión hace 18 años con una visa de residente para escapar de un país que estaba saliendo de una guerra civil y hundiéndose en la violencia pandilleril. Ella no se casó con Juan antes de irse porque eso la habría descalificado para ser reclamada por sus padres, que ya eran ciudadanos estadounidenses viviendo en Houston. Juan la siguió dos años más tarde, cruzando ilegalmente la frontera de EE.UU.
Hace una docena de años, Juan solicitó protección temporal, pero le fue denegada. Se le permitió quedarse en el país y trabajar legalmente, siempre y cuando se presentara regularmente ante los funcionarios de inmigración, lo cual hizo 25 veces sin incidentes, hasta que Trump fue electo.
La Unión todavía conserva la atmósfera de pueblo de pescadores que Celia y Juan recuerdan. Está ubicado en la bahía de La Unión en el Golfo de Fonseca que El Salvador comparte con Honduras. La pequeña ciudad está salpicada de barcos rojos, verdes y amarillos que contrastan contra el azul intenso del mar, o contra patios y terrenos baldíos donde yacen abandonados como grandes peces fuera del agua.
La belleza contradice la pobreza visible en sus modestas casas de colores tierra, escuálidas en sus fachadas a medio terminar como si sus constructores se hubieran quedado sin materiales a medio camino, y en el miedo palpable de sus residentes.
Los lugareños no sonríen, sino que actúan con sospecha ante extraños. En el parque que sirve como centro de la ciudad, una periodista visitante de Houston elogió la belleza del delantal blanco que una mujer comenzaba a ponerse antes de vender cestas y artesanías. Pero la señora ignoró el cumplido.
“¿Es ese un delantal típico salvadoreño?”
“¿Qué estás haciendo aquí?”, respondió la señora.
“Solo estoy de visita en La Unión”.
“Alejarse de mí. A ellos no les gusta que hablemos con extraños “, gruñó la mujer, escaneando la calle para ver si la estaban observando.
La visitante decidió alejarse y llamó por teléfono a un residente local al que había contactado a través de conexiones en Houston. Ella nunca había conocido al hombre, pero de alguna manera él ya sabía que ella había llegado a la ciudad esa mañana en un SUV rojo.
Él le dijo que ella estaba siendo observada.
“¿Acaso no has notado a los hombres parados en cada esquina?”, preguntó él.
La periodista miró a su alrededor y notó a un joven a la sombra de un árbol cercano, mirándola intermitentemente y escribiendo en su teléfono celular. El joven fingió ser un vendedor de helados, excepto que el carrito de helados junto a él estaba vacío.
El contacto local le preguntó por teléfono a la visitante quién era el “muchacho alto” que la acompañaba. “Recuerde que acepté recibirla a usted”, dijo el citadino, “pero claramente le pedí discreción”.
El “muchacho alto” era en realidad un asesor de seguridad que trabaja para la International Women’s Media Foundation como parte de una beca que apoya a mujeres periodistas reportando en Latinoamérica. La periodista y el guardia pronto notaron que los “postes”, como les llaman a los vigilantes que trabajan para las principales pandillas salvadoreñas de la Mara Salvatrucha y Barrio 18, estaban siguiendo cada uno de sus movimientos.
“Estas pandillas tienen un sistema muy eficaz para detectar e informar sobre cualquier persona extraña que entre en sus territorios, o sobre residentes que no pertenecen a los barrios donde cada una domina”, dijo después en entrevista José Martínez González, subjefe de la Policía Nacional Civil (PNC) en La Unión.
Dibujando en un gran papel en su oficina, Martínez describió el modus operandi de estas pandillas, las cuales emplazan postes en las esquinas cada una o dos cuadras. “Los postes eran identificados antes más fácilmente porque estaban tatuados y usaban la ropa suelta como el estereotipo de los pandilleros”, dijo. Pero ahora, las personas afiliadas a estas organizaciones se mezclan más fácilmente en el tejido de sus ciudades, como el pretendido vendedor de helados que los había estado vigilando, para tener una excusa si la policía los cuestionara, explicó el funcionario.
Martínez abundó que los postes informan a los jefes de sus clicas de cualquier eventualidad por teléfono celular. Las clicas son las organizaciones de base de las pandillas, que en su conjunto incluyen muchas clicas diseminadas por cientos de vecindarios en todo el país.
Si es necesario, los jefes de las clicas informan a los principales líderes de las pandillas, que dan órdenes desde las cárceles donde generalmente se encuentran. Armadas con tecnologías de comunicación contemporáneas, la capacidad de respuesta de las pandillas se ha vuelto casi inmediata.
En el barrio donde solían vivir Celia y Juan, grafitis en las paredes marcaban el territorio de Barrio 18, tensando el ambiente.
En la medida en que el gobierno ha intentado controlar el comportamiento ilegal y violento de las pandillas, sus códigos de comunicación se han vuelto cada vez más indescifrables, dijo Jonatan Funes, un fotoperiodista que cubre crimen para el periódico nacional salvadoreño La Prensa Gráfica.
A un par de cuadras de la antigua casa de los Rodríguez, donde el límite de la pandilla Barrio 18 da paso al dominio de la Mara Salvatrucha, un texto amenazador se lee en una pared: “La mano de la sombra viene pronto”.
Caminando por el barrio, la periodista se detuvo frente a una casita azul con tejado naranja que solía pertenecer a los Rodríguez. Se acercó a la casa para mirar de cerca a través de una reja negra que dominaba la fachada, pero se detuvo a mitad de camino cuando su guardia de seguridad vociferó firmemente una orden: “¡Abortar! ¡Abortar, ahora mismo!”.
“Nos vamos ya”, dijo el guardia, tomándola por el brazo hacia el SUV rojo estacionado a pocos metros de distancia. “Ahora nos están tirando fotos con los teléfonos. Y yo no sé qué c***jo nos van a tirar después”.
El conductor aceleró el SUV por las estrechas calles de La Unión, la ciudad y su olor a pescado podrido alejándose tras ellos.
***
Alrededor de la mesa de la cocina de los Rodríguez en Houston, el hermano de Celia pintó un retrato aún más oscuro de La Unión. Como ciudadano estadounidense que ha ido y venido de El Salvador, este detalle llamó la atención: él no quería que se usara su nombre, preocupado por su seguridad.
“¿Recuerdas el tipo que era el jefe de la (Barrio) 18, que vivía frente a la casa?”, preguntó el hermano, refiriéndose a la antigua casa de la familia. “Yo estaba en la calle cuando un grupo de chamacos vino a dispararle al tipo, justo enfrente de mí”.
Una historia siguió a otra, como la de un niño que murió accidentalmente en un fuego cruzado entre pandillas en la misma calle. O la otra historia de un residente de Houston, Walter Antonio Vargas, que fue a La Unión en julio para visitar a su madre enferma. Mientras estaba allí, Vargas, de 23 años, asistió a un velorio donde fue asesinado por motociclistas que pasaron disparando desde la calle.
“¿Y qué me dices del alcalde?”, continuó el hermano. “¡Todo el mundo parece estar sucio con el crimen!”.
Desde febrero, medios salvadoreños han publicado varias acusaciones contra el alcalde de La Unión por presuntos vínculos con el narcotráfico y el centroamericano Cartel de Texis. El alcalde de otro municipio cercano fue arrestado en junio, acusado de ser el líder de una red de tráfico de drogas.
Juan, sentado en silencio, parecía abstraído de la conversación mientras su esposa se ponía cada vez más agitada con la idea de que su esposo pudiera convertirse en víctima de la violencia pandilleril si fuera deportado. “¡Qué haríamos nosotras sin él!”, dijo después Celia.
***
La familia logró algo de alegría en las Pascuas. Celia convocó una reunión familiar para decorar el árbol de Navidad un viernes de diciembre. La cuenta regresiva para enero 10 y la cita de Juan con ICE estaba en la mente de todos, pero los Rodríguez, profundamente religiosos, se regocijaron en la temporada.
Celia tejió cintas plateadas verticalmente a lo largo del árbol, colocado en la sala de estar junto a la chimenea de ladrillo.
Karen, Rebecca y Kimberly ayudaron a poner mariposas blancas, flores empolvadas en brillo y bolas nevadas aquí y allá alrededor del árbol. Las chicas parecían estar también a cargo de la fiesta, conduciendo juegos que habían aprendido en su Iglesia Adventista del Séptimo Día en Pasadena, y forzando a “Papi” Juan a jugar.
El padre no dejó de sonreír toda la noche, extasiado por la alegría de sus hijas. Fue un momento precioso que dijo que quería retener en su memoria.
El dinero ha estado escaso para los Rodríguez desde que Juan fue inscrito en el programa de monitoreo intensivo de ICE en junio como condición para permanecer en el país.
Una vez por semana, Juan tiene que ir a la oficina del programa. Además, no puede moverse de su casa los jueves, cuando un agente puede hacer una visita de chequeo sorpresiva, aunque eso rara vez ocurre. En general, este programa ha reducido su tiempo de trabajo e incrementado los costos de su familia, dijo.
“Pierdo dos días a la semana por eso”, dijo Juan en un momento tranquilo en su patio, explicando por qué el árbol de Navidad no tendría muchos paquetes.
En los días que debe quedarse en casa, no puede llevar a las niñas a la escuela o al trabajo, lo que las obliga a transportarse en Uber. Los costos relacionados con su batalla legal para permanecer en Estados Unidos con su familia también han aumentado, a pesar de que sus abogados trabajan gratuitamente.
Juan tiene algunas opciones legales que podrían retrasar aún su deportación. Su abogada, Carolina Ortuzar-Díaz, está esperando un fallo del Comité de Apelaciones de Inmigración (BIA, por sus siglas en inglés) sobre su solicitud de asilo, que fue negado anteriormente por un juez de inmigración. Pero ICE por lo general no demora las deportaciones para esperar por los dictámenes de ese Comité.
Ortuzar-Díaz dijo que solicitará una suspensión de la deportación y que presentará otra solicitud de asilo actualizando los motivos y condiciones en El Salvador. Pero no está del todo claro si ICE extendería la fecha límite de deportación para permitir que este nuevo reclamo sea escuchado.
Los abogados de la Asociación Hispana de Abogados liderados por el ex juez de la Corte Suprema, Medina, no pueden regresar a la corte federal, alegando que la deportación de Juan violaría los derechos religiosos de la familia Rodríguez, hasta que el proceso sea primero agotado en el tribunal de inmigración.
Mientras tanto, Celia acudió a los Servicios de Ciudadanía e Inmigración de los EE.UU. (USCIS) para pedir, como ciudadana estadounidense, que se le otorgue la residencia a su esposo. Si USCIS concediera perdones, Juan podría ir a El Salvador, completar su documentación y luego regresar a los EE.UU. como residente legal casi de inmediato. Pero esas exenciones, si se le concediera, podrían tardar un año en llegar, para cuando Juan ya podría haber sido deportado. Una vez deportado, la espera puede ser más larga, incluso años.
Aunque la Navidad en la casa de los Rodríguez pareció tener inicialmente un matiz de escases, la base del árbol navideño comenzó de pronto a contar otra historia. Justo antes de la Pascua, paquetes de regalos llegaron desde la Escuela Preparatoria Cristo Rey Jesuit College de Houston, donde Rebecca estudia y Karen se graduó este año.
Pero los días después de Navidad se volvieron grises mientras se acercaba el día de la posible deportación de Juan. A él le cayó una gripe severa. Celia y las chicas dejaron de recibir llamadas o visitas, hasta que por fin el viernes Celia finalmente respondió el teléfono. “Los días pasan rápidamente, y uno se siente cada vez más como si cayera al suelo”, dijo.
Karen dijo que la aterrorizaba que en solo unos días le volvería a tocar jugar “el papel de líder de la familia, como Papi siempre dice”. La chica se detuvo por un momento, ahogando las lágrimas. “Estoy exhausta”, dijo. “Por favor, no le digas a nadie que he estado llorando; tengo que ser fuerte para mis hermanas”.
Olivia.Tallet@chron.com
Twitter: @oliviaptallet