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Puebla: Cuaranderas de golpes
En un contexto en el que históricamente han sufrido una triple discriminación –por ser mujeres, pobres e indígenas–, las artesanas de Cuetzalan, Puebla, son un ejemplo vivo de lucha colectiva. Crearon la organización Masehual, el hotel Taselotzin y una de las primeras Casas de la Mujer Indígena (CAMI) del país. Así, al tiempo que mejoran sus condiciones de vida, ofrecen atención psicológica y legal, preservan su cultura náhuatl y se afanan por erradicar el machismo y la violencia de género en su comunidad
CUETZALAN, Puebla.– La lavanda es una planta que sirve para la depresión y la ansiedad, el estafiate y la flor de cempasúchil para el dolor de estómago. Si le añades sal y aguardiente a la hierba de golpe, ayuda a desinflamar moretones y cerrar heridas.
Esperanza Contreras corta unas hojitas de cada especie con sus manos delgadas y largas como ramas, y habla del poder curativo de las plantas, en su pequeño huerto en la azotea de su casa en un cerro en la comunidad nahua de San Miguel Tzinacapan, Puebla.
Cada una tiene un olor particular y son de distintas texturas, verdes variados y hojas de diferentes formas y tamaños. La lavanda es un arbusto con flores violetas en forma de espigas, el estafiate es una planta silvestre de hojas alargadas de color verde grisáceo y la hierba de golpe tiene diminutas hojas y una flor rosada parecida a la amapola.
Distintas plantas medicinales con las que las mujeres de la CAMI hacen tinturas y aceites para las usuarias. Foto: Marianne Wasowska
Esperanza es una mujer nahua de 57 años y conocimientos ancestrales, como el preparado de las infusiones para distintos males y de los baños de temazcal. Es sabia y no se derrumba fácilmente. Está levantando otra vez su casa, destruida por la tormenta “Grace” en 2021. Si fuera un árbol sería un roble.
También es artesana y desde la década de los 80 comenzó a participar en una organización de mujeres de la región que se llama “Masehual Sihuamej Mosenyolchicauanij” o “Mujeres Indígenas que se apoyan” para exigir precios justos y sin intermediarios por la venta de su trabajo: bordado, telar de cintura y cestería con la fibra de jonote.
Pero su esposo Fernando se oponía a que saliera de casa a organizarse con sus compañeras y que participara en las asambleas. La celaba. Cada que salía y volvía a su hogar, él la golpeaba.
Esperanza Contreras es una de las promotoras de la CAMI de Cuetzalan, donde da tes y masajes a las usuarias. Foto: Marianne Wasowska
Harta del maltrato, acudió a sus compañeras de Masehual. No era la única. Los relatos entre ellas se repetían. Comenzaron a entender que el machismo y la violencia contra ellas era estructural. Por muchos años Masehual fue también un espacio para poder hablar de las violencias que sufrían.
En 1995 un grupo de ellas creó el hotel ecoturístico Taselotzin, en el centro de Cuetzalan del Progreso, Puebla, y ahí se reunían en la terraza para desahogarse. Pero no era nada íntimo, pasaban constantemente los turistas. Un abogado las asesoraba y entonces llegaron los hombres. Ellos iban por temas de terrenos y herencias, y ellas por la violencia que ellos ejercían contra ellas.
Las artesanas de Cuetzalan comenzaron a organizarse desde la década de los 80, crearon Masehual y en los 90 el hotel ecoturístico Taselotzin. Foto: Marianne Wasowska
Que no sufran lo que yo
En 2003, tras conseguir recursos del gobierno para adquirir una casa, abrieron la Maseualsiuat kali A.C. o Casa de la Mujer Indígena (CAMI) en Cuetzalan, que dirigen en su mayoría mujeres artesanas, de manera autónoma, para dar atención psicológica y legal en un espacio seguro y privado.
Esperanza llegó como usuaria, ahora es promotora. “Como Esperanza me convertí en promotora porque yo no quiero que las mujeres pasen eso”, comenta y luego sigue con una voz serena que contrasta con el contenido de sus palabras: “Cuando una niña tiene problema con los padrastros, hermanos o los parientes, que la violan, a mí me da mucho coraje. Yo quiero salir a pelear, porqué lo que yo pasé, no me violaron ni nada, pero sufrí muchas cosas muy fuertes. Entonces eso es lo que me duele mucho. Eso es lo que siempre he dicho, que nunca se borra eso. Y nosotras como indígenas, como mujeres, no podemos permitir que nos hagan eso”.
Esperanza enfrentó a Fernando y aunque siguen casados, la relación cambió por completo: “Cuando me dice algo yo siempre le digo que ya no soy como antes, yo no pido permiso cuando salgo, yo salgo cuando quiera, porque voy por algo bueno, no por algo malo. Ya no me dice nada, ni me cela”.
Esperanza le da de comer a su nieto, ella mezcla el trabajo de los cuidados con su activismo social. Foto: Marianne Wasowska
Es abuela, tiene 10 nietos. Mientras muestra las plantas de su huerto, carga en la espalda al más pequeño, Adriel. Su hermanito Fernando Jael juega con un carrito en el piso de tierra. Esperanza fue una niña huérfana y sufrió maltrato. Ahora cuida delicadamente a los dos nietos que viven en esta casa. Se sienta en la cama que está frente a la cocina y le da de comer un yogurt a cucharadas a Adriel, mientras su mamá está ocupada lavando la ropa. Luego le limpia la boca con un pañuelo.
Mezcla el trabajo de los cuidados con el activismo social en su comunidad. Cuando se entera de que una mujer sufre maltrato la va a ver, se acerca con cariño y le dice en náhuatl que busquen ayuda en la CAMI, donde pueden conocer sus derechos. “Amo Tietok Motselti” (“No estás sola”), les recuerda.
“Me ven en la calle y me empiezan a platicar sobre problemas de ellas y les digo, ‘pues vamos a la Casa de la Mujer Indígena, ahí puede platicar, desahogarse y les dan tecito y yo también les doy masajes’”, cuenta Esperanza.
El primer paso para atender a una víctima de violencia machista en la CAMI es escucharla y darle un té con alguna de las infusiones o tinturas preparadas para la tristeza, la ansiedad o los golpes… Las mujeres nahuas que atienden esta casa mezclan su cosmovisión, como sus conocimientos de la medicina tradicional, con la lucha en contra de la violencia de género que históricamente han sufrido las mujeres de esta región.
Las usuarias de la CAMi reciben atención legal y psicológica. Foto: Marianne Wasowska
Educar a los hijos en igualdad
Enedina llegó a la Casa de la Mujer Indígena en medio de la pandemia de Covid-19 porque el padre de sus hijos violentó a la niña de 15 años. Ellas recibieron apoyo legal y terapia psicológica. Enedina había caído en depresión.
“Gracias a la CAMI tomé la decisión de dejarlo, porque yo tenía mucho miedo. Yo me agarré de lo que hizo para dejarlo”, cuenta la mujer.
Enedina era económicamente independiente, tiene una tienda de abarrotes, lo que facilitó la decisión de separarse. Ahora en la CAMI ha aprendido que las mujeres tienen los mismos derechos que los hombres.
“Mi papá mandaba en la casa y yo lo que hice fue repetir esa historia. Mi pareja decía cuándo se podía salir, cuándo no, qué se podía hacer, que no. Aquí me enseñaron que las cosas no son así. A mis hijos les enseño lo que aprendo acá, no hago diferencia entre el niño y la niña. Su papá no lo dejaba lavar trastes o barrer, y yo le he enseñado que hay igualdad entre su hermana y él”, explica.
Para muchas mujeres de la sierra norte de Puebla la CAMI se ha convertido en un espacio seguro. Foto: Marianne Wasowska
El confinamiento al que fue sometida la población mundial entre 2020 y 2021 por la pandemia incrementó la violencia en contra de las mujeres en sus hogares y Cuetzalan no fue la excepción. Mientras las instancias de procuración de justicia cerraron sus puertas, la Casa de la Mujer Indígena nunca dejó de dar atención. Tampoco el Refugio Yolpakilis A. C., donde son llevadas las mujeres cuyas vidas están en riesgo.
La CAMI, una casa blanca que durante el invierno es cubierta por la niebla, es en muchos casos el único espacio seguro para las mujeres de las comunidades cercanas, como Tzinacapan, Ayotoxco, Zacapoaxtla, Jonotla, Zoquiapan y Tlatlauquitepec.
Pero cuando las mujeres no pueden regresar a sus casas porque ahí está su agresor el refugio Yolpakilis puede albergar a unas cinco mujeres hasta por tres meses, en una casa de seguridad, cuya ubicación se mantiene en secreto, pues muchas dejan sus hogares a escondidas o acompañadas por policías.
Es el caso de María, nombre con el que se resguarda su identidad, quien tuvo que salir huyendo en noviembre pasado porque la violencia que estaba sufriendo en casa la llevó a temer por su vida. “Yo no quería aceptar que estaba sufriendo violencia, hasta que llegó el momento que dije, ‘¡ya no más!’. Hay veces que hay que tocar fondo para que puedas tomar una decisión así”, cuenta.
“Aquí estás libre de violencia, por lo menos la física que yo tenía, la psicológica, la económica”, dice.
Se organiza con otras cuatro mujeres refugiadas para realizar las tareas de la casa y trabaja en las artesanías que vende en su local. Las mujeres del refugio le ayudan a abrir la tienda para que ella no tenga que exponerse. “Tengo giradas órdenes de restricción. Lo que quiero es que mi expareja me deje en paz”, añade.
Susana Mejía es directora del Refugio Yolpakilis A. C., donde son llevadas las mujeres cuyas vidas están en riesgo. Foto: Marianne Wasowska
Susana Mejía, directora de Yolpakilis, dice que crearon el refugio cuando a partir de la experiencia de la CAMI se dieron cuenta de que era necesario contar con una casa donde pudieran albergar a las mujeres y a sus hijos e hijas, porque en muchos casos era cuestión de vida o muerte. Al principio las llevaban a sus propias casas. Después se constituyeron en una organización civil denominada CADE y lograron gestionar recursos para abrir el albergue.
María Angélica Rodríguez es la encargada de la Casa de la Mujer Indígena de Cuetzalan y junto con sus compañeras ha tenido que hacer de todo para lograr que la casa subsista con poco presupuesto.
Reciben fondos públicos del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI) por proyecto, entonces algunos meses cuentan con recursos y otros no. En los meses en los que no hay dinero tienen que cooperar entre todas para pagar la luz, el teléfono, donde reciben muchas llamadas de auxilio, y hasta los pasajes de las voluntarias, pues la mayoría de ellas no vive en el centro de Cuetzalan sino en comunidades cercanas.
“Nosotras como mujeres de la Casa de la Mujer Indígena no podemos cerrar, porque las mujeres llegan en cualquier momento. Sabemos que la situación de violencia no depende de si hay recurso o no hay recurso. La situación de violencia se puede dar en cualquier lugar, a cualquier hora, y entonces nosotras nos sentimos comprometidas en que la casa de la Mujer Indígena debe permanecer abierta todo el año”, explica Angélica un día de lluvia de enero.
La CAMI sobrevive gracias al esfuerzo de las mujeres que de manera voluntaria trabajan ahí. Foto: Marianne Wasowska
La pandemia absorbió recursos
El año 2020 fue uno de los momentos más críticos de la pandemia, pero también de la violencia contra las mujeres, pues unas 245 millones fueron víctimas de violencia física o sexual por sus parejas en el mundo, según ONU mujeres. La CAMI de Cuetzalan, que venía atendiendo a unas 80 0 100 mujeres al año, el primer año de la pandemia tuvo que brindar ayuda a 150.
Pese a ello, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador concentró los recursos para hacer frente a la crisis sanitaria por el SARS-CoV-2 y redujo ese año los apoyos que venía dando a las Casas de la Mujer Indígena y Afromexicana (CAMI) del país.
Los subsidios para las CAMIs se asignan mediante el anexo 13, “Erogaciones para la Igualdad entre Mujeres y Hombres” del ramo 47, “Entidades No Sectorizadas”. Cada una de las 35 CAMIs recibían aproximadamente un millón de pesos anuales para operar. Pero en 2020 las 35 casas recibieron solamente 8.5 millones de pesos en total, lo que significaba presupuesto para solo 3 meses del año. Tras diversos diálogos con las autoridades, las directoras de las CAMIs lograron un aumento de 8 millones de pesos más. En 2021 el presupuesto aumentó, pero no fue suficiente, recibieron 29 millones de pesos.
Las mujeres de Cuetzalan tejen redes como artesanas y se organizan para que la CAMI se mantenga abierta. Foto: Marianne Wasowska
También con altibajos financieros, el refugio tuvo que cerrar en 2017 después de 13 años. Pero la urgencia que trajo la violencia en la pandemia las hizo reabrir en 2020 ahora organizadas como “Colectivo de Mujeres Por los Derechos Humanos Yolpakilis”.
En 2021, el Instituto Nacional de Desarrollo Social les otorgó un financiamiento de cinco meses para que pudieran mantener el refugio abierto. Los otros meses tuvieron que hacer campañas de recaudación de fondos en plataformas digitales y hasta rifas.
“Decidimos abrir otra vez la casa, aunque no teníamos recursos, porque las mujeres nos buscaban y nos decían, ‘tengo una situación y necesito refugio’ y no había dónde”, cuenta Susana.
Ella es consciente de que tres meses no es suficiente para que esas mujeres logren arreglar todos sus problemas después de vivir situaciones de violencia y maltrato. “(Porque) es transformar toda una estructura de opresión”, reconoce.
Pero en esos tres meses las apoyan con talleres para que puedan fortalecer su trabajo como artesanas o les ayudan a emprender un pequeño negocio. También las acompañan para gestionar apoyos del gobierno, becas para sus hijos y vivienda. Además, las ayudan a fortalecer sus redes familiares y les dan acompañamiento hasta que finalizan su proceso para independizarse.
“Hasta que esa mujer esté en un lugar seguro, ella y sus hijos, seguimos dando seguimiento y ellas saben que en cualquier momento pueden regresar y solicitar apoyo”, comenta.
Mujeres de Cuetzalan del Progreso en asamblea de artesanas para organizarse y exigir precios justos por su trabajo. Foto: Marianne Wasowska
Cuetzalan ¿del Progreso?
Enclavado en la parte alta de la sierra norte de Puebla, Cuetzalan es uno de los últimos municipios del estado hacia Veracruz. Para llegar hay que subir por caminos sinuosos y neblinosos. Las carreteras están repletas de baches. En 2002 se incorporó al programa de Pueblos Mágicos, pero contrario a su nombre, Cuetzalan del Progreso, hasta el último reporte del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), de 2020, el 82.44 por ciento de la población se encontraba en situación de pobreza, el 29% en pobreza extrema y el 53.5% en pobreza moderada.
En un contexto en el que históricamente han sufrido una triple discriminación por ser mujeres, pobres e indígenas, las artesanas de Cuetzalan luchan para mejorar sus condiciones de vida organizándose en cooperativas y tejiendo redes de apoyo. Lo mismo crearon la organización Masehual, que el hotel Taselotzin y una de las primeras CAMI del país, que fue ejemplo para otras casas en Puebla y en otros estados.
La lucha colectiva de estas mujeres es por dignificar el trabajo de las artesanas de Cuetzalan y la cultura náhuatl. Erradicar el machismo imperante en sus comunidades para que las mujeres vivan una vida en libertad y sin violencia es el fin, como lo hizo Esperanza.
MELISSA DEL POZO
FOTO
MARIANNE WASOWSKA
TEXTO
NELDY SAN MARTÍN
ILUSTRACIONES
JENNIFER MUÑOZ
AGRADECIMIENTOS A
ESPERANZA, A ANGY, A CRISTINA, SUSANA, Y A TODAS LAS MUJERES QUE HACEN POSIBLE LA CAMI DE CUETZALAN Y EL REFUGIO YOLPAKILIS.
Este trabajo fue realizado con el apoyo de la International Women’s Media Foundation (IWMF) como parte del Fondo Howard G Buffett para Mujeres Periodistas.