Cuando íbamos por la mitad del curso, en la sección en la que trabajo decidimos hacer un especial por el mes del orgullo LGBTI+. Tuve miedo. Las clases me habían demostrado que, contrario a lo que yo creía, sabía muy poco sobre el uso de conceptos, sobre el uso correcto del lenguaje y sobre el respeto que implica conocer todo eso. Y no se puede hacer periodismo desde el desconocimiento. Mucho menos cuando de derechos humanos se trata. Y muchísimo menos cuando sabemos que las palabras también tienen que ver con la construcción de realidades.
Y me alegré de tener miedo, porque eso me hizo estar alerta. Consultar al entrevistado o entrevistada con cuáles pronombres se identificaba. Hacer preguntas ampliando los temas tradicionales, llenos de sesgos y prejuicios. No revictimizar. Y ser honesta: “Estoy aprendiendo, y le agradecería mucho que cuando algo que diga no esté bien, me corrija”. Eso también lo decía con un poco de temor, porque sé que no es su trabajo ni su responsabilidad educarme. Ese debe ser siempre un compromiso de aprendizaje personal, en el que ya estoy encaminada. Pero las personas con las que conversé fueron comprensivas. Me ayudaron y me enseñaron. Y por eso voy a estar siempre agradecida.
Caminar con miedo no siempre es tan malo, en ocasiones rescata. Creo que, a veces, pasa lo mismo en este oficio. Claro, me refiero a cuando este sentimiento viene de la necesidad de comprender y respetar. De construir desde nuestra trinchera.